Rutas argentinas: un viaje por el peligro y el atraso

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En la Argentina, cada día se viaja peor.

Puede parecer una generalización o una queja circunstancial, derivada de una mala experiencia o de algún contratiempo cotidiano. Sin embargo, en esa afirmación reside, tal vez, uno de los indicadores más nítidos del atraso y el estancamiento del país. El deterioro de las rutas, el colapso de las autopistas, la falta de coordinación vial en las grandes ciudades y la saturación de los accesos urbanos, así como el estado calamitoso de los caminos rurales, conforman un mapa de degradación que no solo genera incomodidad, pérdida de tiempo e inseguridad, sino que traba el desarrollo económico y limita las posibilidades de crecimiento en muchas áreas estratégicas de la economía.

A eso hay que sumarle servicios de transporte cada vez más deficientes, desde el ferroviario hasta el aéreo, con problemas de conectividad e infraestructura obsoleta. Todo contribuye a una especie de menoscabo “por goteo” de nuestra calidad de vida, condicionada por el estrés pronunciado que implica el tránsito vehicular o el uso del transporte público. Sea en distancias largas o cortas, emprender un viaje en la Argentina es aventurarse a una situación incierta y de alto riesgo: nadie sabe con qué se va a encontrar cada día en una autopista, donde se producen nudos y embotellamientos a toda hora, se bloquean carriles por cualquier motivo, se cruzan animales por falta o rotura de cercos perimetrales, se forman embudos en las cabinas de peaje o se deben sortear baches o cráteres por falta de mantenimiento.

La red de autopistas urbanas está, en general, completamente saturada. En la Argentina hay tres mil kilómetros de autopistas, según datos de Vialidad, y los especialistas estiman que debería haber diez mil. Chile, con un territorio 3,67 veces más chico que el nuestro, tiene la misma extensión de autopistas.

Si miramos, por ejemplo, el caso de la autovía La Plata-Buenos Aires, los datos oficiales indican que por su traza circulan, en promedio, 230.000 vehículos por día. Hace diez años, el promedio rondaba los 150.000, de manera que la demanda se ha incrementado en más del 50% en apenas una década. Ese dato, sin embargo, no ha implicado un milímetro de ensanchamiento, aunque sí ha aumentado exponencialmente el ingreso por peajes, que desde la estatización de 2013 administra el gobierno bonaerense. Ir y volver de La Plata a Buenos Aires cuesta unos 14.000 pesos por día (según los horarios y el tipo de vehículo). Multiplicados por 230.000, la administración de Kicillof embolsa más de tres mil millones de pesos diarios en las cabinas de peaje, pero la autopista ni siquiera cuenta con un eficiente servicio de limpieza y señalización. Mucho menos con un tablero de monitoreo con IA como el que ya usan muchos países para ordenar flujos vehiculares y optimizar tiempos de viaje.

Este panorama, que puede describirse con datos duros y cifras estadísticas, implica una especie de calvario cotidiano para millones de personas. Viajes que deberían ser rutinarios y previsibles, tanto en calidad como en tiempo, se convierten en “una lotería”. Se puede demorar 40 minutos en recorrer siete kilómetros, como ocurre casi todos los días en tramos de la autopista Illia, o dos horas y media para completar distancias medias, como sucede con frecuencia en la Panamericana, entre la zona norte del conurbano y la Capital Federal. Parece una simple incomodidad, pero son tiempos que debilitan la productividad del país, dificultan la logística de las empresas y complican la vida de las familias en escalas que, por supuesto, nadie mide en la Argentina, pero generan desde efectos económicos hasta traumas sociales.

Si nos alejamos de la zona metropolitana, el panorama adquiere otras características y dimensiones, pero no pierde gravedad. Los 40.000 kilómetros de rutas nacionales exhiben un nivel de deterioro y atraso que desalienta, en muchos casos, los desplazamientos por el país. Ya hay empresas de transporte y de turismo que han recortado o cancelado recorridos por la falta de seguridad vial. En el tramo de la ruta 40 que une Bariloche con El Bolsón tuvo que intervenir la Justicia, a partir de un amparo colectivo, para ordenarle a Vialidad Nacional que haga trabajos básicos de reparación y mantenimiento. Río Negro también tuvo que ir a los tribunales, en el gobierno de Alberto Fernández, para exigir el arreglo de la ruta nacional 151, en especial por el pésimo estado del tramo que va de La Pampa a Neuquén por la llamada “ruta del desierto”.

Basta prestar atención al correo de lectores de LA NACION para tener una cartografía muy aproximada de la red vial de la Argentina: “Al viajar por la ruta 5 a Pehuajó, sentí una terrible desprotección; una ruta abandonada y peligrosísima”, escribió Elena Gotelli en la primera semana de noviembre. “Es inconcebible la falta de iluminación en una autopista tan transitada como la Riccheri. Indica abandono, desidia, inoperancia, más allá de que añade una alta dosis de inseguridad”, apuntó Pedro J. Campos en una carta del 7 de este mes. “Los caminos rurales, que son la vida de la gente que habita en el campo, son los nuevos ríos de la provincia de Buenos Aires. Los productores agropecuarios no tenemos botes. La hacienda no sale en barcazas y el cereal tampoco. Más del 70% de la red vial está abandonada, rota o inundada”, escribió Sonia Decker la semana pasada. Hugo H. Campanelli contó su experiencia por la ruta 12: “Está deteriorada en toda su traza, pero en particular el tramo desde el peaje del puente Zárate-Brazo Largo y la ruta 9. Ni qué decir del bucle desde el puente para acceder a la autovía en dirección a la capital, donde literalmente hay más cráteres que asfalto”. Héctor Luis Manchini destacó que “la ruta que une Buenos Aires con San Martín de los Andes no fue mejorada desde, al menos, 1980, con el agravante de que fueron desapareciendo las estaciones de servicio o paradores que permitían un descanso reparador. En la ruta 6, en cercanías de General Roca, Río Negro, una senda deteriorada contribuyó a provocar al menos dos siniestros en los últimos meses, en los que murieron cinco personas”. Patricio Tavella, en otra carta a LA NACION, describió como “una experiencia nefasta” un viaje de Salta a Buenos Aires por lo que definió como “la ruta del olvido”: “El tramo de ida y vuelta que une la ciudad de San José Metán y Rosario de la Frontera es, directamente, una trampa mortal”.

Son apenas algunos testimonios, pero confirman la magnitud de un problema que se agrava con los años y que afecta no solo el funcionamiento, sino también la imagen del país.

El de los caminos rurales en la provincia de Buenos Aires es un sistema que pide a gritos una solución. No hace falta que se produzca una inundación como la que sufre ahora el centro del territorio bonaerense: apenas caen cuatro gotas y los accesos a los campos se hacen imposibles. También se suspenden las clases en las escuelas rurales y el comercio agrícola se ve paralizado. Se obstaculizan, además, los traslados sanitarios. Los productores, sin embargo, pagan tasas viales específicas para el mantenimiento y la mejora de esos accesos, además de un Inmobiliario Rural que ahora amenaza con dar nuevos manotazos.

Las localidades del interior bonaerense viven con el corazón en la boca por la inseguridad en las rutas. Sus habitantes se desplazan constantemente entre una ciudad y otra: viven en Benito Juárez o en Gonzales Chaves, por ejemplo, pero van al médico en Tres Arroyos. O viven en Azul, pero van a bailar a Olavarría, o en Junín, pero viajan a La Plata dos veces por semana. Esa vida “en la ruta” se ha tornado cada vez más peligrosa. Muchos pueblos del interior están marcados por las tragedias viales, convertidas en una pandemia silenciosa. Aunque las estadísticas de la Agencia Nacional de Seguridad Vial marcaron, el año pasado, un ligero descenso en la cantidad de muertes por accidentes de tránsito (fueron 4027 contra 4369 en 2023), organizaciones como Luchemos por la Vida señalan que hay un subregistro muy acentuado de casos: si la víctima muere días después del accidente, es muy probable que se compute otra causa en el certificado de defunción. Para esa ONG, las muertes por siniestros viales se mantienen en un promedio de 16 por día: equivale, prácticamente, a una tragedia como la de Once cada 72 horas.

En materia vial, el tiempo parece detenido. Si recordamos un viaje de Buenos Aires a Bahía Blanca hace 50 años, veremos que dentro del auto se ha producido una revolución: aun los vehículos de gama media hoy cuentan con airbags, aire acondicionado, dirección hidráulica, GPS, cambios automáticos y Bluetooth, por mencionar solo algunas evoluciones vinculadas a la seguridad y el confort que nadie imaginaba en la década del 70, cuando las ventanillas de los autos funcionaban a manija. Hasta las costumbres y la cultura de la familia que viaja en ese vehículo han sufrido enormes transformaciones: hoy los chicos viajan conectados al celular y la Tablet; ya no juegan a contar los carteles de la ruta ni a encontrar patentes que empiecen con “h”. Del auto hacia afuera, sin embargo, no ha cambiado absolutamente nada: la ruta (en ese caso la 3) está igual o peor que hace 5 décadas, saturada de camiones en algunos tramos, sin banquinas, con deformaciones peligrosas en el pavimento y deficiente señalización. No se ha ensanchado ni modernizado. Mientras el mundo (no solo la industria automotriz) evoluciona hacia la era de la inteligencia artificial, la red vial de la Argentina ha quedado anclada en el siglo pasado.

¿Se puede hablar de desarrollo y de progreso sin pensar en la infraestructura vial y la calidad del transporte en el país? ¿Se puede consentir que las rutas, los caminos y las autopistas sean vistos como “tierra de nadie”? Vialidad se ha convertido, por obra del kirchnerismo, en una mala palabra: hoy se la escucha como un sinónimo de corrupción. ¿No deberíamos devolverle un significado que la asocie al desarrollo y al futuro? ¿No habría que sanearla en lugar de eliminarla? ¿No se debe planificar el desarrollo de rutas y autopistas con sentido estratégico y como una oportunidad de inversión para el sector privado? De las respuestas depende, en buena medida, la suerte de ese viaje al progreso con el que sueña la Argentina.

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