El 20 de diciembre de 2001, antes de las siete, Fernando De la Rúa bajó de su dormitorio en silencio y caminó directo hacia su escritorio, en el chalet presidencial de la Quinta de Olivos. Sobre la mesa lo esperaba una hoja repleta de nombres y números: el registro de los llamados que había dejado la noche anterior, una noche de negociaciones frenéticas y casi sin sueño. Horas antes, el 19 de diciembre, en cadena nacional, De la Rúa había decretado el estado de sitio en todo el país, una medida que encendió la protesta y desencadenó un cacerolazo espontáneo en las principales ciudades. Esa mañana clima era de una tensión insoportable.

El presidente señaló un nombre y pidió que lo comunicaran de inmediato. El primer llamado fue al titular del Banco Central, Roque Maccarone, que seguía minuto a minuto la presión sobre los bancos y el deterioro acelerado del sistema financiero, en un escenario agravado por la renuncia de Domingo Cavallo la noche anterior. Luego, De la Rúa salió de su despacho y se dirigió al área de Jefatura. Allí pidió ver a su hijo mayor, Antonio, que llegó enseguida. Hablaron a solas, una conversación breve pero cargada de preocupación.
Luego llamó al Jefe de Gabinete, Chrystian “Vikingo” Colombo, con quien venía intentando recomponer el diálogo con el peronismo para sostener la gobernabilidad. Minutos después se sumó Inés Pertiné, su esposa.

Mientras en Olivos se sucedían reuniones urgentes, a 200 kilómetros, en Montevideo, el vicecanciller Horacio Chighizola llamaba con insistencia a la residencia presidencial. Ese día se desarrollaba la XXI Reunión Ordinaria del Consejo del Mercado Común. También estaba prevista la Cumbre de Presidentes, y Chighizola necesitaba saber si De la Rúa viajaría. Finalmente, ante la crisis de la Argentina, el encuentro de los mandatarios se suspendió, pero la reunión del Consejo sí se realizó. Allí se aprobaron decisiones de perfil técnico —compromisos en materia de servicios, cooperación penal entre países, actualización de normas de seguridad regional tras el 11 de septiembre, articulación educativa con Bolivia y Chile y prórrogas del “Relanzamiento del Mercosur”—, un contraste absoluto con el caos que se vivía ese mismo día en Buenos Aires.
En Olivos, para entonces, De la Rúa tomó la decisión de ir a la Casa Rosada. Salió en helicóptero, a bordo del Sikorsky S-70, piloteado por Claudio Zanlongo y Juan Carlos Zarza, acompañado por un oficial de la Policía Federal y su edecán, el teniente coronel Giacosa. El vuelo fue breve y silencioso.
Al llegar a la Rosada, el presidente se encontró con un escenario de agotamiento generalizado. Lo esperaba su hermano Jorge, Colombo, y algunos ministros: Héctor Lombardo, de Salud, Andrés Delich, de Educación, y el titular de la SIDE, Carlos Enrique Becerra. Más tarde llegó el canciller Adalberto Rodríguez Giavarini, que había viajado de urgencia desde los Estados Unidos para respaldarlo. Según admitieron varios testigos después, era el “más activo” y casi el único convencido de que aún era posible salvar el gobierno. Los demás mostraban un desgaste evidente: rostros cansados, pasos lentos, tensión en cada gesto. “Estaban abatidos”, recordaría alguien que presenció la escena y que pidió no ser identificado. Colombo iba y venía por los pasillos intentando coordinar conversaciones con la oposición. Sabía que la salida sería política, o no sería.

“Presidente, está todo rodeado, no se puede salir”
De la Rúa subió a la sala de conferencias para reunirse con el gabinete. “Mover a los ministros no era tarea fácil”, recordaría después un testigo. Allí, en ese ambiente cargado de cansancio y urgencia, De la Rúa hizo su último movimiento político: propuso formar un gobierno de coalición con el peronismo. La apuesta buscaba recomponer la gobernabilidad ante la estampida social y la fractura de la Alianza que lo había llevado al poder. Del lado del PJ, el encargado de llevar las negociaciones era el senador Ramón Puerta. Unos meses antes, en octubre, el gobierno de la Alianza -que había perdido el respaldo de la sociedad- tuvo una pésima performance en las elecciones legislativas. Y el Partido Justicialista, que logró la mayoría en la Cámara Alta, eligió al misionero como Presidente Provisional del Senado.
“Puerta era una figura fuerte, que tenía una importancia política clave por después de la renuncia del vicepresidente Chacho Álvarez, él era el primero en la línea de sucesión presidencial”, reflexiona alguien del entorno que estuvo allí en ese momento.
Ese día, el gobernador Adolfo Rodríguez Saá había invitado a gobernadores y dirigentes del partido a la inauguración de un aeropuerto internacional en Merlo, San Luis. La mayoría de los peronistas -alguno faltó por las cuestiones climáticas (o eso dijeron)- habían viajado a San Luis. Finalmente sonó el teléfono en la Rosada, atendió Colombo, del otro lado Puerta comunicó la decisión: el peronismo tomaba distancia y no aceptaba la propuesta de De la Rúa. Esa negativa, sumada al colapso en las calles, la falta de respaldo interno y la renuncia en cadena de sus colaboradores, selló el destino del gobierno.
De la Rúa se dirigió con Rodríguez Giavarini a otro despacho y en una hoja membretada redactó su renuncia. “La sensación era de abatimiento y de cansancio físico, venía de muchos días largos, de dormir poco”, recordó un testigo. Luego Rodríguez Giavarini entregó la renuncia al Secretario de Legal y Técnica, que la llevó al Congreso.

Luego llegó el momento que resumiría esa jornada histórica: la salida del Presidente en helicóptero desde el techo de la Casa Rosada.
El helipuerto se encontraba frente al Correo Central, a 230 metros de la Casa de Gobierno. Normalmente, el helicóptero aterrizaba ahí y luego los autos de la custodia presidencial trasladaban al Presidente hasta la Casa Rosada. Pero esta vez no era posible. La casa de gobierno estaba cercada de una multitud que gritaba “Que se vayan todos”.
“Presidente, está todo rodeado, no se puede salir”, le dijo al mandatario el jefe de la Casa Militar, el almirante Carlos Carbone. En la Plaza de Mayo, la represión había dejado muertos y heridos, y la policía avanzaba y retrocedía sin control. La Casa de Gobierno estaba sitiada.
El helicóptero ya orbitaba la zona cuando se tomó la decisión: que se descendiera apenas unos segundos sobre la terraza de la Casa de Gobierno. Ese no era un detalle menor: “Cuando la Casa Rosada fue construida no había helicópteros. Lo que luego se usó como helipuerto es el techo del Salón Blanco, que no tiene columnas en el medio: es una gran bóveda con escasa resistencia, y a lo largo de todos esos años de uso se generaron grietas y fallas estructurales”, recordaría el piloto Zanlongo.
Todos entendieron que era la única salida. El Presidente se encaminó al ascensor que lleva a la terraza. Pero antes de subir De la Rúa tuvo un gesto que los que estaban ahí no olvidan y aún hoy les quiebra la voz: “buscó entre los papeles de su escritorio y tomó la Constitución… se fue de ahí con la Constitución en la mano”.
“Fernando cumpliste con tu misión, hiciste lo que pudiste”, le dijo Rodríguez Giavarini. De la Rúa no respondió.
Cuando llegaron la terraza apareció el helicóptero que venía desde Aeroparque. Antes pasó por el Cabildo, cruzó la plaza hacia la Casa de Gobierno. Cuando se acercó al techo, las comunicaciones que recibían por radio desde la Casa Militar se cortaron. De todos modos, ya tenían las referencias necesarias para cumplir con su tareas y algo a favor: el viento que venía del este. El helicóptero apenas apoyó las ruedas, con los motores a pleno, sin descargar el peso sobre la terraza: se mantuvieron en una especie de vuelo estacionario, tocando el techo pero sin apoyarse realmente en él.

“Llegó De la Rúa. Pero había demasiado flujo de aire que hacía que fuera muy difícil acercarse al helicóptero. Había que hacer mucha fuerza para caminar. Además, recuerde que el presidente era un hombre de contextura flaquita, de edad avanzada. Dos personas lo llevaban, una de cada lado, tomándolo de los brazos. Entre el edecán y un suboficial de la Fuerza Aérea, de apellido Orazi, le quebraron la cintura hacia adelante y con esa extraña maniobra lograron llevarlo hasta la nave. Orazi abrió la puerta y De la Rúa subió junto al edecán. Fue un momento de estrés muy grande, el helicóptero estaba volando y cualquier ráfaga de viento podía llevarte a hacer un movimiento brusco que provoque que una pala baje y ocasione un accidente”, recordó Zanlongo.
Minutos antes de las ocho de la noche, el presidente estaba a bordo. El piloto se dio vuelta para comprobar que los pasajeros estuvieran asegurados: vio a De la Rúa quieto, casi inexpresivo, y al edecán levantando el pulgar en señal de que todo estaba listo. Entonces, sin más, el helicóptero despegó hacia Olivos. Durante el viaje, el presidente se puso los anteojos y miró por la ventanilla hacia el rio.
En algún momento, entre la salida del helicóptero desde Aeroparque y antes de la llegada a la Casa Rosada, se decidió que el destino sería finalmente la Quinta de Olivos. La evacuación se había planificado con tres opciones: la más lógica era Olivos, pero también se habían contemplado Campo de Mayo y la quinta de Anchorena, en Uruguay. Incluso habían preparado el H01, otro helicóptero presidencial, con tanques suplementarios que le daban una gran autonomía por si era necesario un traslado más largo. Finalmente se decidió por Olivos porque estaban dadas las condiciones de seguridad y además ahí estaba su familia. Y se resolvió que esa noche el presidente permaneciera en la Quinta presidencial.
En el helipuerto de Olivos lo esperaba el jefe del Regimiento de Granaderos. Luego se subió al auto y se dirigió hasta el chalet presidencial. Allí lo esperaba su mujer y el hijo menor, Fernando “Aíto” De la Rúa. Un testigo dijo que esa fue la primera vez en todo el día que vio en su rostro una expresión diferente. “Fue una sonrisa al ver a su mujer y una actitud como de agradecimiento hacia su familia. Era una cara de gratitud a los que lo habían bancado en todo. Ella lo abrazó”.
Diez años después de la dramática escena del helicóptero, De la Rúa brindó una entrevista a LA NACION desde su estudio jurídico ubicado en Tribunales, donde continuaba ejerciendo su profesión de abogado. “Renuncié porque la realidad me superaba”, dijo.
Minutos después empezaron a llegar los ministros, los secretarios, colaboradores. “Se llenó la casa de gente”, diría alguien. De la Rúa, con la Constitución en la mano, había dejado de ser presidente. Y la Argentina entraba en una etapa inédita: en los 11 días siguientes, cinco hombres ocuparían el sillón de Rivadavia.