Ambos nacieron en 1987, con apenas 13 días de diferencia. Ferdinand, el 16 de agosto, en Heiligenstadt, una pequeña ciudad de la antigua Alemania del Este (DDR), y Jorgelina, el 29 de agosto, en San Juan, Argentina. “Es hermoso cómo nos conocimos casi a la misma edad, nacimos en dos lugares tan distintos, pero Dios ya lo tenía pensado todo”, reflexiona Jorgelina.
Para Jorgelina, crecer en San Juan fue un sueño. La vida en su provincia natal era vibrante, llena de amigos, fiestas, salidas a bailar y paseos en bicicleta. “Era una chica muy callejera”, confiesa. Su vida era muy social, disfrutaba del día a día, pero nunca se imaginó que terminaría viviendo en Alemania.
Ferdinand, por su parte, creció en una pequeña aldea alemana, rodeado de naturaleza, montes y bosques. La vida en la Alemania comunista de la DDR era muy distinta: “Allí todo llegaba tarde, desde la tecnología hasta las películas de Disney. Pero mi recuerdo más fuerte es haber caminado con mis padres el día que cayó el muro de Berlín”, dice Ferdinand.
Ambos llegaron al movimiento de Schoenstatt en momentos diferentes de sus vidas. Jorgelina se unió a este movimiento a los 11 años, siendo un puente entre su mundo y el alemán, ya que Schoenstatt nació en Alemania. Sin embargo, su camino hacia el matrimonio no fue inmediato ni sencillo.
El “cara a cara” en Chile y una vida en Alemania
Primero iban a conocerse en Chile “cara a cara” en el santuario de Schoenstatt de Bellavista, dos meses antes de que ella viajara a Alemania a hacer la práctica en una oficina de prensa. Allí se iniciaba la historia.
Pero antes, a los 18 años, Jorgelina sentía que su vida necesitaba un cambio. Había sido una adolescente impulsiva, buscando diversión sin pensar demasiado en el futuro. Pero algo en su interior comenzaba a cambiar. “Me di cuenta de que muchos de mis amigos estaban perdiendo el rumbo, viéndolos en situaciones complicadas, y decidí ponerme las pilas. A los 18 me iba a poner las pilas”, se decía por entonces.
Estudió comunicación social y luego se interesó por la informática, mientras se adentraba en un discernimiento vocacional que la llevó a preguntarse si su destino estaba en la vida consagrada. Sin embargo, las puertas se cerraron. “Me dijeron que aún tenía que trabajar mucho en mí misma, en mi apertura a la maternidad, en mi relación con los hombres. Y lo acepté, entendí que tenía que sanar algunas heridas interiores”.
Fue entonces cuando la vida la condujo a hacer prácticas en Schoenstatt, donde tuvo la oportunidad de ir a Alemania en 2010. Y allí comenzó una serie de coincidencias que la llevarían a conocer a Ferdinand.
“En 2009, por Facebook, tenía un amigo chileno que organizaba una misión en el sur de Chile. Yo me interesé, pero la respuesta que me dio fue inesperada: era Ferdinand”, relata Jorgelina. Al principio, no sabía si estaba hablando con un hombre o una mujer, pues él se confundía con los pronombres. “Era un tipo con pelo largo, hippie, y las fotos de Facebook eran tan pequeñas que no sabía qué pensar”, recuerda entre risas.
“Su español era terrible pero el flechazo fue inmediato”
El destino jugó su parte, y aunque la misión en Chile no se concretó, la relación comenzó por Skype. Ferdinand estaba en Budapest, aprendiendo español, y Jorgelina, en Argentina, se ofreció para practicar con él. “Al principio su español era terrible”, cuenta entre risas. A pesar de las barreras lingüísticas, se mantenían en contacto y, finalmente, en 2010, se conocieron en persona en Chile, en una cruzada de Schoenstatt, donde ambos servían como voluntarios.
“Fue ahí, en la puerta del santuario de Schoenstatt en Bellavista, Santiago, donde nos conocimos por primera vez. Él me flechó de inmediato. A mí siempre me gustaron los hombres altos y rubios, y él lo era”, dice Jorgelina, sonriendo. Ferdinand también recuerda ese momento con una alegría que aún hoy se prolonga.
El encuentro no fue solo el inicio de una amistad; fue el inicio de una historia que, aunque distinta a todo lo que Jorgelina había imaginado, se fue cimentando rápidamente. “El noviazgo fue un regalo. Cultivamos mucho la pureza, lo que nos dio libertad para decidir en los momentos difíciles. Nos elegimos tal como éramos”, dice Jorgelina. “La idealización del principio fue importante, pero caímos en la realidad y eso nos ayudó a crecer juntos”.
Poco después, Ferdinand viajó a San Juan para conocer a la familia de Jorgelina, y comenzaron a salir oficialmente. La diferencia cultural no fue un impedimento, pero sí un desafío. “Al principio, todo era complicado, las diferencias culturales, el idioma, la distancia. Pero siempre sentí que había algo más profundo que nos unía”, asegura Jorgelina.
Un nuevo mundo en San Juan
Ferdinand, que había estado muy ligado a la vida familiar y sencilla en Alemania, se enfrentó a un nuevo mundo con los Jorda. “Era una familia grande, llena de energía. La vida en Argentina es más social, más abierta, y a veces me sentía un poco fuera de lugar. Pero eso también me ayudó a adaptarme a nuevas costumbres”, comenta Ferdinand.
Hoy, con cinco hijos (Juan Pablo de 11 años, Faustina de 9, Filippo de 8, Guadalupe de 4 y Lionel de 1), Jorgelina y Ferdinand han aprendido a integrar lo mejor de ambos mundos. “La clave ha sido la libertad. La libertad de ser uno mismo, de aprender y de adaptarnos, sin perder nuestra esencia”, dice Jorgelina. “Hemos tenido que aprender a equilibrar las diferencias culturales, pero lo hemos logrado porque compartimos una visión común: nuestro amor y nuestra fe”.
El desarraigo ha sido un desafío, pero ambos lo enfrentan con el corazón lleno de esperanza. “Es difícil estar lejos de nuestra familia y nuestra tierra, pero nuestra familia es nuestro hogar ahora. Y eso nos da fuerzas para seguir adelante”, explica ella. “A veces extrañamos, pero la vida nos ha enseñado que los vínculos se construyen con amor, y eso lo hemos aprendido aquí, juntos”, agrega.
“A veces, la vida no te lleva por el camino que esperabas, pero si sigues confiando en Dios y en lo que él tiene para ti, todo se va dando. Y esa ha sido nuestra receta para superar todo”, concluye Jorgelina.