Una cosa es que un hombre alcance el trono de San Pedro, pero otra muy distinta es que transforme el Vaticano en epicentro de ambición sin límites. En el verano de 1492, mientras Cristóbal Colón navegaba hacia lo desconocido, Rodrigo Borgia consumaba en Roma una empresa igualmente audaz: la conquista del papado mediante bolsas repletas de oro y promesas susurradas en la penumbra de la Capilla Sixtina.
El hombre que se convertiría en Alejandro VI contempla la tiara papal recién ceñida a su cabeza. Su mente calcula los movimientos que consolidarán el dominio familiar, como piezas de ajedrez dispuestas sobre el tablero italiano, sin intuir que su nombre quedará grabado como símbolo de exceso y corrupción en la historia eclesiástica.
Un papado comprado: la simonía como fundación
El cónclave de agosto de 1492 transcurre entre tensiones e intrigas. Los 31 cardenales no ignoran la fortuna que Rodrigo Borgia ha amasado durante décadas como vicecanciller. Su rival principal, Giuliano della Rovere, observa impotente cómo las voluntades se inclinan ante las ofertas del valenciano.
Para asegurar su victoria, Borgia despliega un sistema meticuloso de sobornos. Al influyente cardenal Ascanio Sforza le promete su propio cargo de vicecanciller, el más lucrativo después del papado. A otros les ofrece palacios, beneficios eclesiásticos y dinero. La elección, formalmente válida, pero moralmente comprometida, establece el tono de un pontificado nacido de la ambición desmedida.
Las acusaciones de simonía perseguirán a Alejandro VI desde el primer día. Sus enemigos, encabezados por Della Rovere, propagan esta narrativa, amplificada por Maquiavelo, quien señalará que Alejandro demostró mejor que nadie cómo un Papa podía imponerse “por la fuerza del dinero”.
La familia como instrumento de poder
Entre las lápidas y mármoles vaticanos, Alejandro VI construye no un legado espiritual, sino un entramado de poder familiar. Sus hijos son las piezas centrales de este tablero. César Borgia, inicialmente dirigido hacia la carrera eclesiástica, es nombrado arzobispo de Valencia, una de las sedes más ricas de la Iglesia, con apenas 17 años. Al año siguiente, en 1493, Alejandro VI lo elevó a Cardenal con solo 18 años, un acto sin precedentes que provocó estupor e indignación en toda Europa.
Juan Borgia, el favorito paterno, recibe los títulos de Duque de Gandía y Capitán General de la Iglesia. Lucrecia Borgia, utilizada como instrumento diplomático, es casada y descasada según conveniencia política. Jofré, el menor, sella con su matrimonio la alianza con el Reino de Nápoles.
El nepotismo no se limita a sus hijos. Sobrinos y leales son elevados al cardenalato, transformando el colegio cardenalicio. El porcentaje de italianos desciende del 90% al 60% durante su pontificado, debilitando a las familias rivales y consolidando el control borgiano.
La estrategia resulta transparente: utilizar el poder papal para elevar a los Borgia a la cima de la nobleza italiana y asegurar un dominio duradero sobre los Estados Pontificios. Las líneas entre los intereses de la Iglesia y las ambiciones dinásticas se vuelven prácticamente indistinguibles.
El escándalo como forma de vida
El hombre que ostenta el título de Vicario de Cristo mantiene una vida personal que desafía frontalmente los votos de celibato. Aunque el concubinato clerical existía en la época, Alejandro VI rompe moldes al reconocer abiertamente a sus hijos ilegítimos y mantener amantes durante su papado.
Vannozza dei Cattanei, madre de sus cuatro hijos más célebres, había sido su compañera estable antes de la elección papal. Aunque su relación íntima aparentemente termina con la coronación, Giulia Farnese —apodada “la esposa de Cristo” en Roma— la sustituye como favorita durante los primeros años de su pontificado.
La atmósfera en la corte papal adquiere matices de mundanidad extrema. El infame “Banquete de las Castañas” de 1501, descrito como una orgía en el palacio con cincuenta prostitutas, contribuye a forjar la imagen de un papado sumido en la depravación sexual. Si bien la veracidad de cada detalle es difícil de confirmar, estos relatos erosionan gravemente la autoridad moral de la Iglesia.
Susurros de veneno: eliminación de rivales
Por los pasillos del Castillo de Sant’Angelo se deslizan rumores sobre muertes convenientes. La familia Borgia adquiere una reputación como experta en el arte del asesinato político mediante venenos sutiles. Aunque parte de esta fama puede ser exagerada, ciertos episodios alimentan las sospechas.
La misteriosa muerte del Cardenal Giovanni Battista Orsini en 1503, miembro de una de las familias nobles más poderosas y rivales de Roma, ocurrió tras ser arrestado por orden del Papa y encarcelado en el Castillo de Sant’Angelo. Sus propiedades fueron confiscadas por los Borgia, reforzando la creencia generalizada de que Alejandro eliminaba a rivales poderosos para apropiarse de sus fortunas.
El papel de César Borgia en esta violencia resulta innegable. La sombra de la sospecha cae sobre él en el episodio más oscuro del reinado paterno: el asesinato de Juan Borgia en 1497, cuyo cuerpo aparece en el Tíber con múltiples puñaladas. Aunque nunca se identifica al culpable, muchos en Roma murmuran que César, movido por envidia o ambición, había orquestado el fratricidio.
La propia muerte de Alejandro VI en agosto de 1503 queda envuelta en misterio. El Papa y César caen gravemente enfermos tras asistir a una cena con el Cardenal Adriano Castellesi. Surgen teorías de envenenamiento accidental —un vino preparado para otros comensales que consumieron por error— o intencionado, aunque historiadores cautos apuntan a la malaria como causa probable.
Un sistema de corrupción institucionalizado
La administración borgiana representa el ejemplo más flagrante de fusión entre autoridad espiritual y ambición temporal en la historia papal. Alejandro instrumentaliza los recursos y poderes eclesiásticos para fines personales con una desfachatez sin precedentes.
La presunta venta de cargos eclesiásticos y posiblemente de indulgencias, especialmente durante el lucrativo Año Santo del Jubileo de 1500, genera fondos que se desvían para financiar el lujoso estilo de vida borgiano y las costosas campañas militares de César en la Romaña.
La principal empresa administrativa del pontificado es la subyugación de los señores feudales de los Estados Pontificios. Justificando sus acciones por impago de tributos o deslealtad, Alejandro emite bulas deponiendo a estos señores y encarga a César la ejecución militar. Entre 1499 y 1501, su hijo conquista ciudades como Imola, Forlì y Rímini, creando efectivamente un ducado personal.
El Papa utiliza su autoridad espiritual como herramienta política: las famosas Bulas Alejandrinas de 1493, que dividen el Nuevo Mundo entre España y Portugal, consolidan su alianza con los Reyes Católicos. Manipula vidas personales anulando matrimonios inconvenientes y depone formalmente a monarcas como Federico IV de Nápoles cuando beneficia sus estrategias.
La construcción de una leyenda negra
La reputación oscura de Alejandro VI se forja activamente durante su propio pontificado. Entre sus críticos más vocales se encuentra Girolamo Savonarola, el fraile dominico de Florencia, que lo acusa de simonía, vida pecaminosa e incluso de no ser cristiano, confrontación que termina con la excomunión y ejecución del fraile en 1498.
El diario de Johann Burchard, maestro de ceremonias papal, registra meticulosamente eventos escandalosos de la corte, convirtiéndose en fuente primaria indispensable aunque debatida. Los historiadores contemporáneos como Francesco Guicciardini contribuyen a la imagen negativa con sus escritos críticos.
Un factor fundamental en la construcción de la leyenda negra es la rivalidad con poderosas familias nobles italianas como los Orsini y Colonna, que ven con resentimiento cómo los Borgia, considerados advenedizos extranjeros de origen valenciano, acumulan poder y desplazan a los italianos de posiciones influyentes.
En siglos posteriores, escritores como Victor Hugo y Alexandre Dumas popularizan las historias más sensacionalistas, cimentando la imagen en el imaginario colectivo. La Contrarreforma católica encuentra útil señalar a los Borgia como ejemplo extremo de la degradación papal que justificó, en parte, la Reforma Protestante.
El reinado de Alejandro VI constituyó verdaderamente un período de terror: por la violencia que lo caracterizó, por la transformación del Vaticano en un centro de intrigas mortales, por la utilización despiadada del poder eclesiástico para fines personales y por la atmósfera de miedo que generaba entre sus opositores. Un papado que justifica plenamente cada palabra de su infame reputación: sexo, asesinatos y sobornos.