“Solo buscaba un futuro mejor”. El italiano que llegó al país sin dinero ni contactos y creó una delicia de la parrilla argentina

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Los períodos de inmigración en la Argentina predominó desde el siglo XIX hasta mediados del XX, integrando a la población local millones de extranjeros. La mayoría provenía de Europa, y más específicamente de Italia. Los censos lo demuestran a través de números: por ejemplo, en 1914 se relevaron más de dos millones de extranjeros, de los cuales cerca de un millón viajaban desde esa península. Con el tiempo, estos fueron aumentando exponencialmente. Natalio Alba fue uno de ellos. Pero no uno más.

Para 1917, y con apenas 15 años, Alba pisaba suelo argentino. Llegaba desde Rossano, Cosenza, en el sur de Italia, acompañado por parte de su familia y empezaba a gestar un camino que lo iba a llevar a ser parte esencial de la idiosincrasia local, un camino que, con el tiempo, marcaría no solo a sus descendientes, sino a toda la población.

Natalio Alba llegó a la Argentina en 1917 desde Italia, a los 15 años, y fue el inventor de la Provoleta, el típico queso parrillero nacional

Gustavo Espósito es uno de sus nietos. Recuerda a su abuelo con orgullo, aunque cuando este falleció él todavía era bastante joven, tenía 14 años. Para recabar pedazos de la historia tuvo que contactar a sus hermanos, y juntos armaron el rompecabezas de lo que fue un hito culinario de ese italiano que, rápidamente, se había convertido en un argentino hecho y derecho. “Como muchos italianos de entonces, venía a buscar un futuro en paz”, dijo.

Alba, que venía de un lugar en donde la fabricación de quesos duros predominaba en la cultura gastronómica, se encontró con otra cultura, esta vez de carnes y asados, en la que identificó un hueco que él, con sus conocimientos, podía llenar. Su idea fue complementar lo que ya era una especie de ritual, la juntada alrededor de un asado, con algo nuevo.

Natalio Alba intentó aunar la cultura quesera italiana y la argentina del asado, y así inventó el queso provolone hilado, es decir, la provoleta

Innovó, creó, amalgamó ambos países: pensó que, así como las achuras o el choripán eran una entrada característica, también podía serlo el queso. Probó distintas maneras, tenía la intención de dar con un tipo que, a diferencia de los más comunes, no se derritiera entre los barrotes de las parrillas. Lo consiguió, hizo un producto que hoy todos disfrutan en sus mesas: el queso parrillero, al cual le dio un nombre que llegó a ser una marca registrada: Provoleta.

El origen de un clásico

—¿Cómo era la vida de Natalio antes de emigrar y por qué dejó Italia para asentarse acá?

—Europa estaba devastada por la Primera Guerra Mundial, y las condiciones de vida en el sur del país eran durísimas. Miles de familias eligieron emigrar a América: muchos a Estados Unidos, y otros, como mi abuelo, a la Argentina. De su oficio en Italia sabemos que, siendo muy joven, colaboraba en la elaboración de quesos con unos parientes: llegó acá siendo adolescente, dispuesto a trabajar en lo que encontrara.

—¿Por ejemplo?

—Tuvo que ganarse la vida enseguida: empezó vendiendo quesos por su cuenta, comprándolos a fábricas y revendiéndolos entre sus paisanos. Esa fue su puerta de entrada al mundo de los lácteos.

La intención de Alba fue aunar la cultura del asado argentina con la del queso italiana, y así creó una fórmula para que no se derritiera en la parrilla

—¿Cómo tuvo la idea de vincular el queso con el asado?

—El asado es parte de la identidad argentina, y el queso, de la italiana. Italia se caracteriza por los quesos duros y los de sabor fuerte, intensos. El provolone, el rellanito, sardos, son todos característicos de allá, que después vinieron para acá. Mi abuelo quiso unir esas dos tradiciones: que el queso pudiera ser parte de la parrilla. Dijo: “A ver, ¿cómo hago para crear un queso que tenga la presencia del provolone y que el argentino lo coma como el chorizo, las achuras, la carne? ¿Cómo hago para fusionar esto?“. Y empezó a planear, hizo varios intentos, hasta que ajustó la fórmula y lo logró. Inventó un queso provolone especial para asar, que no se derritiera entre los barrotes de la parrilla, sino que quedara crocante por fuera y fundido por dentro. Así nació la Provoleta: provolone hilado argentino para la parrilla.

—¿Cómo fue ese camino?

—Como tantos inmigrantes, llegó a la Argentina sin dinero ni contactos, con apenas un sueño y muchas ganas de trabajar. Los primeros años fueron difíciles, pero su perseverancia y dedicación lo hicieron crecer paso a paso. En la década de 1920 logró abrir su primera fábrica en Lobos, provincia de Buenos Aires, y con el tiempo sumó otras tres plantas, consolidando su proyecto. En 1928 se casó con mi abuela, María Graciana Napolitano, argentina de raíces italianas, con quien formó su familia. Al año siguiente adquirió la propiedad en Guardia Vieja y Bulnes, en el barrio de Almagro, donde vivieron y comenzaron un pequeño negocio de venta de quesos. Con paciencia y visión, fue comprando los lotes vecinos y transformando las casas hasta crear un amplio local, con depósitos y cámaras frigoríficas, que marcó el inicio de una tradición familiar que perdura hasta hoy. Esta tradición contó con la participación de mi abuela, María Graciana, luego mi tía Nelly, mi tío Antonio, mi mamá Rosa, y, posteriormente, mis hermanos Mauro, Jorge, Quique y yo.

—¿Cuándo dio el salto a la producción en gran escala?

—En 1945 mi abuelo trasladó la producción a Arroyo Algodón, en Córdoba. Ahí inauguró una planta moderna de elaboración de quesos y tambos propios para garantizar leche fresca de calidad. Fue donde nació la producción a gran escala del Queso Provolone Hilado Argentino, bajo la marca Provoleta, que se convertiría en un ícono del país. Además de la Provoleta, era muy respetado por sus quesos duros italianos: provolone, reggiano, sardo. En los 70, incluso, exportaba a Italia, y luego se vendían en Europa, y hasta en Japón, como quesos italianos. Durante esa década, la fábrica se modernizó e incorporó la tecnología más avanzada de la época. Se consolidó como un modelo de innovación y excelencia en la industria quesera sudamericana.

Además de registrar la marca Provoleta, Alba también protegió el formato cilíndrico que la caracteriza, que permite ser cortado en

La de Arroyo Algodón fue considerada una “fábrica modelo”, comenta, al poco tiempo de inaugurarse. En 1955 este nuevo queso se incorporó al Código Alimentario Argentino. En 1963 registraron la marca “Provoleta” y, pensando en la escala industrial, en 1968 protegió, también, el formato cilíndrico característico como un “modelo industrial de nuevo aspecto”. “Esto muestra que no se trató solo de una receta casera: fue un desarrollo culinario e industrial con identidad propia y reconocimiento legal, lo que explica por qué la Provoleta se convirtió en un símbolo de la gastronomía argentina”, remarca.

Fue un éxito vertiginoso: se empezó a vender en los 40, se convirtió en un clásico del asado en los 50 y 60, y entre los 60 y 70 ya tenía presencia en “todos los carritos de la Costanera Norte y Sur”, en la época en que “la costanera estaba llena”. Fue el orgullo de Alba hasta su fallecimiento, en 1983.

De la fórmula italiana al sello argentino

Italia es tierra de quesos. Como se contó, el provolone, en particular, fue la inspiración que tomó Alba, quien ya había trabajado con este tipo de productos, para “argentinizar” el bagaje que traía de la gastronomía italiana.

El secreto, la diferencia entre uno y otro, fue el hilado de la pasta —la “pasta filata”, como se denomina la técnica—para darle “esa textura única”. Tras conseguirlo, el producto fue incorporado, en 1955, al Código Alimentario Argentino bajo la denominación de “queso provolone hilado argentino”.

La íntima relación entre el provolone y la provoleta radica en que el parrillero parte de la fórmula del italiano, pero se elabora con un tipo de hilado, salado y madurado específicos, que le dan mayor consistencia y evitan que se desparrame al ponerlo a las brasas. La explicación se vuelve técnica, especializada, pero Espósito la detalla paso a paso porque es una fórmula que establece la diferencia entre la marca familiar y cualquier otra.

Explica que el proceso de producción empieza cuando la leche se traslada a la fábrica, donde se pasteuriza y se agregan elementos para separar la parte sólida de la líquida. Lo sólido se amasa, “como si fuera un pan”, se va cortando y estirando, “como la masa de los ñoquis”. Se pasa por una máquina que va sacando los filamentos de queso, que después se trenzan. Se pone en un molde prensado, pasa al saladero y empieza a secarse.

Hoy se sigue produciendo la provoleta marca Natalio Alba, con la misma técnica y receta original

—¿Qué diferencia encontrás entre la receta original y lo que se consume hoy como provoleta? ¿Se sigue fabricando la de Alba?

—Bueno, todo ese procedimiento, desde el tipo de corte, los cuajos —que determinan qué queso sale—, las proporciones, la formulación, no la hace nadie. Solamente la fábrica que trabaja para mí. Ningún otro lo hace exactamente igual. Hacen cosas parecidas… La familia la siguió produciendo por décadas, manteniendo la receta original, con mejoras tecnológicas, pero respetando el espíritu del producto.

—Hoy la provoleta está en todo el país, ¿cómo fue el proceso de convertirla en este “emblema” a nivel nacional?

—Fue un trabajo importante. Estamos hablando de una época, entre el 60 y el 83, cuando falleció mi abuelo, en donde el país, independientemente de la cuestión social y política, era relativamente estable económicamente hablando, no había tantas “explosiones” de crisis. Se podía hacer un trabajo, se podía tener una mínima proyección comercial. Y como buenos inmigrantes, que trabajan de manera deslomada, sin feriados ni domingos, lo consiguió. Fue agrandando los depósitos y el local. Traían la producción de Córdoba, se depositaban acá, y de acá salía para todos lados. Hubo una cartera de clientes muy importante en un momento.

—¿Y cuándo empezó a cambiar el panorama en la empresa?

—Pasó lo que pasa con las pymes. La marca se volvió blanda por un dictamen judicial, en un litigio con una empresa láctea importante, que consideró a “Provoleta” como un nombre genérico. La marca pasaba a ser una denominación común, como “gilette” para la hoja de afeitar, o “bic” para la lapicera. Bueno, los grandes productores de queso, los gigantes, empezaron a elaborar productos similares. Lo vendían a un precio que rompía el mercado, o sea, casi al costo nuestro o por debajo de nuestro costo. Y algunas cosas se empezaron a hacer insostenibles. Un par de crisis juntas, la de 2001, que sacudió bastante fuerte, un par más adelante, y se fue achicando todo. Ahora estoy yo con la venta, y la producción está tercerizada.

Un orgullo familiar

Espósito explica, también, la forma ideal para cocinar una provoleta: se cortan rodajas de un centímetro, aproximadamente, y se deja orear antes de poner a la parrilla o en la plancha bien caliente: “La ponés de un lado, se tiene que hacer como una costrita, y se tiene que separar fácil de la plancha. Como un bife, que le sale juguito por arriba, por el lado crudo. Cuando se forma la costrita en la parte del queso que está tocando la plancha, ahí lo podés dar vuelta, y se va a formar la costrita del otro lado. En el medio va a quedar blando, cremoso, y por fuera, crocante. Casi nadie puede hacer eso, porque la formulación no es la correcta”. Ninguna otra marca tiene la misma receta, la original. Aunque se parezcan, insiste, son diferentes.

Provoleta crujiente.

—¿Qué sienten al ver que el invento familiar se volvió un símbolo de la gastronomía argentina?

—Es un enorme orgullo: la Provoleta cambió la manera de comer el asado. En muchas parrillas, el segundo plato más pedido —después del chorizo— es la provoleta. También sentimos el sinsabor de haber perdido la exclusividad legal de la marca por un fallo judicial que la declaró “marca débil”, en el año 2008, pese a que nuestra familia la creó y la defendió durante décadas. Mi abuelo fue un pionero. Unió dos culturas a través de un queso que se volvió parte del ritual argentino. Sentimos orgullo por ese legado, aunque nos dolió que la marca se diluyera por decisiones ajenas a la familia.

—¿Y cuando se juntan ustedes a comer un asado y ponen la provoleta en la mesa?

—Sentimos que somos unos privilegiados por el abuelo que tuvimos, que haya inventado semejante genialidad. Y a la vez decimos, qué loco este país y qué rara que es la vida, que siendo los nietos del creador, todo el mundo lo disfruta y nosotros… es algo cotidiano, como si fuese de otro. Pero es mío, es nuestro.

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