En tiempos de crisis es habitual que lo urgente gane lugar ante lo importante y en consecuencia sacrifiquemos el largo plazo por razones de mera coyuntura. Cuando sentimos que nuestra vida, nuestras costumbres o nuestra historia están en juego, tiene lógica que no nos detengamos a mirar cómo le va a quedar la cicatriz al enfermo que estamos operando para salvarle la vida.
Sin embargo, y la historia de la humanidad en estos últimos doscientos años ha inundado de demostraciones este punto, hay un factor que suele ser descuidado por gobiernos de todos los colores y que se ha cargado implacablemente reformas por derecha y por izquierda.
Estamos hablando de la institucionalidad. Del respeto que deben guardar los gobiernos a esas reglas que los preceden, los ordenan y los limitan y que, como todo límite, es incómodo y por tanto, como toda incomodidad, uno intenta sacársela de encima.
En momentos de crisis, insistimos, los gobiernos se sienten legitimados (y muchas veces las sociedades así lo confirman), para no respetar las instituciones y tomar el “atajo”. Y, en algunos casos, profundizan su poder despreciando a todos aquellos que levantan la voz intentando evitar avances autoritarios. Nos dicen ñoños republicanos, de mínima. Nos enrostran que nos estamos preocupando por nimiedades, que el árbol nos tapa el bosque, que no la vemos.
Pero es al revés, la vemos tanto que sabemos con certeza que el bosque es la institucionalidad y que nada, ninguna reforma, ningún avance, nada de nada, va a durar si no se hace respetando las reglas y consensos que nos coaligan.
Esta película ya la vimos en varios gobiernos y en este momento está pasando algo similar bajo el mandato del presidente Javier Milei. Y no se trata de qué reformas fueron buenas y cuáles no, se trata de que si queremos transformar el país sobre bases sustentables y no destruir la sociedad en el proceso, tenemos que entender que el camino es por dentro de la institucionalidad.
Hemos pedido una y otra vez una apuesta por la concordia nacional. Muchas cosas han cambiado en nuestro país en los últimos años; la mayoría, para bien. Pero no en cuanto a la concordia. En esa categoría estamos mucho peor. Y eso es terrible para la institucionalidad, y la historia es terminante: quien descuida las instituciones hace que sus reformas no perduren en el tiempo, gobierne quien gobierne.
No hace falta analizar el premio Nobel de economía de 2024 para ver la relación entre las instituciones y el desarrollo económico. Basta con mirar la historia de nuestra querida Argentina.
En momentos en que la crisis apremia, parece que todos los medios son válidos, que los “de enfrente” (como si no fuéramos todos argentinos) no tienen nada para decir y que marcar disensos es entorpecer el trabajo.
Nos resistimos a entrar en esa retórica. Es falsa, es divisiva y conduce al peor lugar: la iniciativa inversa empujada por el primer gobierno de signo opuesto que aparezca. Y va a aparecer. Hace doscientos años que vivimos de revancha en revancha, con movimientos pendulares que nos llevan de un extremo al otro. ¿En algún momento pararemos la pelota?
Dígannos “ñoños republicanos”, pero San Martín, Alberdi, Sarmiento, soñaron, pensaron y construyeron un futuro que no estamos haciendo realidad. Y por eso nos pasan las cosas que nos pasan. Nos llenamos las bocas con sus nombres pero nunca las manos de sus acciones.
No somos ingenuos, sabemos bien que muchas veces se usan argumentos como los que desarrollamos acá solamente para frenar las transformaciones, para hacer oposición acrítica, debilitar e intentar volver a gobernar lo más rápido posible. Es cierto, mala gente siempre hubo y siempre va a haber. Pero no es ese nuestro foco, esos son fáciles de detectar y neutralizar. ¿Pero qué hacemos con todo el resto? ¿Con todos los que vemos que estamos yendo en buena dirección pero por malos caminos?
El insulto y la agresión son siempre una manifestación del miedo y de la inseguridad. Quien está convencido de sus fines y sus armas no necesita desquiciarse ante cada cuestionamiento y quien tiene un proyecto de país, y no de poder, sabe con certeza que destruir todo para lograrlo es lo peor que puede hacer.
No hay ninguna reforma que se esté haciendo que no pueda hacerse con otros modos. Lo cortés no quita lo valiente y no creemos ni por un segundo que las formas sean irrelevantes ni evitables. Creemos, al contrario, que las formas, la división por la división misma, el “principio de revelación” y todas las demás aristas de la narrativa oficial, son un modo equivocado que eligió el Gobierno para construir poder mientras va haciendo las reformas. No hace falta, no construye y genera las condiciones de su propia contradicción en el futuro.
Ojalá el gobierno se dé cuenta de que hay un camino más noble, y además más sostenible, de llevar a la Argentina al lugar en el que tiene que estar. Seguiremos levantando la mano y llamando la atención sobre esto hasta el último día. Así somos los “ñoños republicanos” que soñamos con un país que viva en paz.