Quizás el astrónomo Andy Byron, CEO de la compañía tecnológica Astronomer, y Kristin Cabot, directora de Recursos Humanos de la misma empresa, desconocían la Paradoja de la Privacidad y nunca habían leído la novela 1984, de George Orwell, cuando ambos, casados con otras personas, fueron sorprendidos por una kisscam (cámara que roba y expone imágenes de personas concurrentes a espectáculos públicos) en un recital del grupo Coldplay en el Gillete Stadium, de Boston, durante una noche de julio. Eran amantes y estaban allí de incógnito.
Esa cámara hace lo que vemos en la transmisión de partidos de fútbol, recitales, etcétera. Toma a personas del público sin pedir permiso y las exhibe ante millones de ojos. Los expuestos parecen felices por esos 10 segundos de gloria que informan al mundo de su existencia, algo de lo que, posiblemente, muchos de ellos no están seguros.
Pero no era lo que querían Byron y Cabot, cuyas carreras y vidas fueron destruidas en un instante mientras Chris Martin, el líder de la banda, los sometía a bromas irresponsables. Abrir juicios morales sobre la pareja “pecadora” es parte de un deporte popularizado por las redes sociales, las cámaras ocultas, la irresponsabilidad mediática de exponer intimidades, y el exhibicionismo desesperado de tantas personas. Juzgar al otro por aquello que posiblemente uno mismo hace produce el alivio de encontrar un chivo expiatorio. Pero lo esencial del caso es que confirma el fin de la intimidad, la muerte de la privacidad. Y lo más patético es que a menudo ocurre por mano propia.
Orwell (1903-1950), iluminado periodista y ensayista, publicó 1984 en 1948. Describía una sociedad de control absoluto, en donde cada paso, cada respiración, cada pensamiento de sus habitantes estaba vigilado por cámaras y micrófonos que no respetaban privacidad ni intimidad. Quien se rebelaba moría. Lo que en esa obra ya clásica era una imposición casi 80 años después es una elección. Ya no solo una sociedad (Oceanía en la novela), sino el planeta entero está vigilado y espiado, solo que ahora por propia voluntad de sus habitantes.
Hoy, en lugar de ocultarse los sujetos sometidos a espionaje, se entregan alegremente a él. Se exhiben, ceden sus datos y sus imágenes, sus huellas dactilares y sus rostros. Las cámaras de 1984 no se llaman ya Gran Hermano (el programa televisivo es una burda y bizarra apropiación del título), sino, como enumera la periodista y ensayista Jennifer Senior (ganadora de un Premio Pulitzer en 2022) en un artículo publicado en The New York Times, sus nombres son “Google, Amazon, Facebook, YouTube, Pandora, Pinterest, The Weather Channel, Reddit, Wikipedia, PornHub, Zillow, tu periódico, tu banco, tu proveedor de celular. Todos”. Y las kisscam, a las que cualquier ingenuo les sonríe y ante las que suele saltar alborozado, feliz de existir para ese ojo impúdico.
Aunque algunos científicos sociales, filósofos y pensadores describen a la actual como sociedad de vigilancia, dado que estamos monitoreados consciente o inconscientemente, voluntaria o involuntariamente, durante las 24 horas del día, quizás deba llamarse sociedad de autovigilancia. El control se ejerce sin violencia. Es lo que se describe como Paradoja de la Privacidad.
El Colegio de Abogados de Canadá la define como “la inconsistencia entre las preocupaciones expresadas por las personas sobre su privacidad y sobre la divulgación de información personal. Si bien los consumidores pueden tener la intención de gestionar la privacidad, debido a sus actitudes muchos no se comportan de una manera que contribuya a sus objetivos”. Es imposible conocerse a uno mismo, definir propósitos existenciales, construir vínculos con raíces afectivas y emocionales profundas si no se preservan sagrados espacios de intimidad y privacidad. Quizás recuperarlos, o construirlos, sea un imperativo de vida en la actual era del vacío.