Salir del camino significa voltear una estructura cultural afianzada, soltar la idea de que “yo gano, como resultante de lo que otro pierde”; dejar de ser creativos en la urgencia y hábiles para el atajo, quebrando pactos, mintiendo. Implica desechar un espacio perverso, donde los precios se distorsionan, la confianza se corroe, el oportunismo se expande y el ahorro queda para los giles.
Con la inflación naturalizada, el argentino promedio –consumidor, comerciante, empresario, asalariado– actúa como si fuese inevitable. Se tiende a remarcar precios “por las dudas”, adelantar compras, demandar aumentos salariales o refugiarse en el dólar. Tal naturalización se asienta, con el paso del tiempo, porque la estabilidad, aunque se niegue, atemoriza. Porque se percibe como una “incertidumbre” nueva, desconocida.
Para salir del camino, debemos abandonar una versión incompleta, propia de la academia: la que define la inflación como un aumento general de precios. No debe entenderse la inflación como una suba de precios, sino como un síntoma de pérdida de valor de la moneda, que responde a factores monetarios y culturales. Permiso para corregir al profesor Paul Samuelson. Su definición –“El término inflación se refiere a un aumento general de precios”– no es satisfactoria. Persistir en esta conceptualización es como tomar sopa con tenedor. Impide que la gente –el soberano que vota– comprenda acabadamente el problema.
La inflación es el aumento en la cantidad de moneda por encima de lo que el mercado demanda. Ciertamente. Pero no se trata solo de la cantidad de dinero en circulación, también se trata del deseo de conservar esa moneda. El meollo se encuentra en el desequilibrio entre los pesos que se emiten y los que la gente quiere tener en su poder. Cuando se habla de los pesos que la gente quiere tener, se está refiriendo a la demanda de dinero que, a su vez, depende de la confianza en quien los emite. En la Argentina, esa demanda es muy baja merced a su historia cargada de devaluaciones e inflación. El país arrastra una huella profunda en la memoria colectiva. Así, ante cualquier alarma, la gente procura abandonar el peso y se refugia en dólares, bienes o propiedades. La pérdida de confianza genera un aumento indirecto de la oferta de dinero, y eso también empuja los precios hacia arriba. En nuestro país, la demanda de dinero está “sometida” por el inconsciente colectivo. Si fuéramos Suiza, este aspecto no tendría mayor relevancia. Pero no lo somos.
Por la sucesión de procesos inflacionarios, la inflación se ha convertido en un trauma colectivo que tiende a reiterarse. Este deseo está condicionado por el inconsciente colectivo inflacionario, que opera en contra de la estabilidad, pues ella implica quebrar patrones de conducta. Carl Jung enseña que el inconsciente colectivo es una capa de la mente que contiene experiencias y símbolos compartidos por todos los individuos (la sociedad), independientemente de su cultura o experiencias, que se manifiesta a través de patrones universales de pensamiento, sentimiento y comportamiento. Lamentablemente, nuestro inconsciente colectivo nos empuja a huir de la moneda nacional. Un proceso muy entendible.
¿Cómo estar alertas frente al problema? En este contexto, el respeto a rajatabla del equilibrio fiscal se convierte en el verdadero barómetro cultural de una sociedad. Debemos mantenernos vigilantes frente a la cuestión fiscal. Escuchar al gobernante, con la mira puesta en las cuentas públicas. El buen gobernante solo lo será si es, también, un buen pedagogo que se encuadra en las instituciones. Porque gobernar bien no es solo abordar el problema desde la economía, sino también modificar creencias y generar confianza. Pero atención: hacerlo no es construir un relato. Es hablar con la verdad.
Economista