Los dioses del Olimpo castigaban sin piedad a quienes estaban poseídos por la enceguecedora arrogancia de la hubris, sumergiéndolos en una demencia destructiva. El presagio de esa antigua amenaza resurgió el 18 de julio cuando Trump estampó su pomposa firma al pie de la ley Genius. Con ese gesto que siempre le arranca una sonrisa de soberbia, Trump reguló o legalizó –según se mire– el controvertido mercado de stablecoins, que mueve 260.000 millones de dólares y que podría ascender a 2 billones en 2028, según el banco Standard Chatered. Observada con atención, la sanción del Genius Act tiene menos charme que el que presenta a primera vista.
Desde que aparecieron las primeras criptomonedas, en 1998, esos “activos digitales” –según su denominación oficial– atravesaron varios períodos de euforia y depresión que los desterraron al rincón de los valores especulativos de elevada volatilidad, alto riesgo y peor reputación moral. Su atractivo consistía en garantizar el anonimato de los operadores, pero esa virtud las convirtió en la plataforma favorita del crimen organizado para facilitar las transacciones ilegales. Otro problema, repetido en varias ocasiones, fue el estallido de burbujas financieras y grandes estafas, que arrastraron empresas y fortunas privadas a la bancarrota. “Shitcoin” (moneda de mierda) las llamaba el famoso economista Nouriel Roubini. Bancos centrales, economistas, gobiernos e inversores fueron, hasta hace poco, francamente hostiles a un sistema financiero que no estaba sometido al control de ninguna autoridad monetaria.
Esas objeciones comenzaron a ceder con la aparición de las stablecoins, simples criptomonedas adosadas a una divisa fiduciaria como el dólar con una paridad de 1 a 1. Ese respaldo robusto les acordó la confianza que nunca habían alcanzado las criptos. En poco tiempo, concentraron 1% de las transacciones financieras mundiales. Además, tenían el atractivo de permitir operaciones baratas y rápidas, que eliminan todo tipo de intermediarios y se registran automáticamente en contabilidades digitales, condiciones que excitaron a la corriente libertariana del electorado. También los grandes bancos comenzaron a interesarse por ese segmento de las finanzas mundiales que se les escapaba de las manos. El año pasado, una de las instituciones financieras más influyentes del mundo –el banco J. P. Morgan Chase– anunció el próximo lanzamiento de un producto similar a una stablecoin, llamado JOP Morgan Deposit Token (JPMD). Esa apertura permitirá a los bancos minoristas de Estados Unidos proteger los 19.000 millones de dólares depositados por los pequeños ahorristas que solo reciben una mísera retribución promedio de 0,6%. En un país que tiene una inflación de 2,9%, parte de esos activos inmóviles podrían emigrar hacia productos más rentables propuestos por fondos de inversión, como BlackRock, que crearon productos de inversión más atractivos. Varios fondos del mercado de stablecoins ofrecen rendimientos del 4%. Algunos gigantes minoristas, como Amazon y Walmart, así como las empresas de pagos Mastercard y Visa, tampoco quieren dejar escapar ese negocio que les reporta 2% por transacción.
Hasta 2021, Trump consideraba las criptomonedas como una “estafa” que “competía con el dólar”. Pero descubrió su encanto durante la campaña de 2024, cuando recibió la ferviente adhesión de la comunidad cripto, acompañada con importantes donaciones. Además, percibió que esos nuevos instrumentos financieros constituían un fenómeno imparable: al comienzo de su primer mandato en 2017, el valor combinado de todas las criptomonedas del mundo era inferior a 20.000 millones de dólares. Hoy superó la barrera de 3 billones. El éxito de esa experiencia lo indujo a lanzar las dos primeras memecoins ($Trump y $Melania) con la excusa de “celebrar” su regreso a la Casa Blanca. Para incitar el fervor de los inversores, propuso reunir a los 220 mayores compradores del mundo que, finalmente, asistieron a una cena en el Trump National Golf Club. El acontecimiento le permitió recaudar 148 millones. Esa operación publicitaria propulsó un holding armado por la familia para montar un fast enrichment (enriquecimiento veloz). En un primer momento, las dos criptomonedas alcanzaron un pico de $15.000 millones, pero una vez pasada la euforia se desplomaron sin perjudicar a los Trump, que ya se habían desprendido de los activos dudosos.
Actualmente, sus hijos poseen 60% de World Liberty Finance (WLF) y preparan el lanzamiento de una primera stablecoin, denominada USD1, que ya tiene una capitalización de mercado superior a $2000 millones. Se trata precisamente del tipo de activos financieros que Trump legalizó en gran pompa el 18 de julio. Los cofundadores de WLF son Zach Witkoff y su padre, Steve Witkoff, un promotor inmobiliario que pilotea las negociaciones diplomáticas con Vladimir Putin y asiste a las negociaciones de paz entre Rusia y Ucrania.
Los hijos de Trump obtuvieron un primer éxito con el USD1 con una inversión de $2000 millones, realizada por el jefe del servicio de inteligencia de Abu Dhabi. Eso puso en evidencia que, en una escala mayor, una potencia extranjera puede perturbar el mercado de valores, desestabilizar el mercado de bonos del Tesoro –valorado en $29.000 millones– e influenciar la línea diplomática de Washington. El mismo riesgo vale también para los intereses privados como Amazon, Walmart, J. P. Morgan, Bank of America y Citibank, que preparan sus propias stablecoins.
Con una masa de activos anónimos de esas dimensiones, cualquier inversor –estatal o privado– podría ejercer una “influencia exorbitante” sobre el mercado norteamericano de obligaciones, advirtió Barry Eichengreen, gran especialista del dólar. Alertados por esa opacidad, varios congresistas olfatearon inquietantes conflictos de intereses. La senadora republicana Cynthia Lummis reveló las conexiones de Trump con la industria cripto y denunció que el nuevo responsable del organismo de regulación, la Comisión de Bolsa y Valores (SEC), fue copresidente de un grupo de criptomonedas durante ocho años. La senadora Elizabeth Warren también percibe que las stablecoins se han convertido en un activo disruptivo y peligroso, capaz de provocar un “colapso financiero”.
Para justificar su codicia y ligerezas de comportamiento, Trump argumenta que las stablecoins serán el arma geopolítica más eficaz de Estados Unidos para consolidar la dominación mundial del dólar. El objetivo es contener la disminución de la deuda pública en poder de bancos extranjeros, que en los últimos 15 años bajó de 50% a 30% (ahora representa $8,5 billones sobre un total de (~28,7 billones). Frente a los proyectos de los bancos centrales de China, India y Europa de lanzar un equivalente digital adosado a sus propias monedas, el “teólogo monetario” Steven Miran convenció a Trump de que, para defender el dólar, era más conveniente adosar stablecoins privadas a la deuda norteamericana, que serían tan sólidas como el billete verde. La débil regulación prevista en el Genius Act no les acuerda la respetabilidad necesaria para responder a los estándares de seguridad que reclaman los inversores. Nadie está seguro de que esa revolución monetaria responda a las tres cuestiones esenciales: la necesidad de mantener el leadership de Estados Unidos, el papel del dólar y el funcionamiento del sistema monetario internacional. Esa tríada no es perfecta, pero romper ese frágil equilibrio podría desencadenar una desestabilización general que los especialistas denominan “invierno criptográfico”.
Especialista en inteligencia económica y periodista