No sé qué están esperando: es temporada de frutillas y están espectaculares. No las que vienen en bandejita con papel film, medio blancas y desparejas, no. Las de ahora, las de estación. Las que cuando las cortás perfuman toda la cocina. Las que son jugosas, firmes, un poco dulces, un poco ácidas. Las que tienen sabor.
Aparecen tímidas en junio con pico de precio alto, se sueltan en julio y en septiembre y octubre ya están en régimen, cuando hay muchas y baratas. Las ves en la verdulería y no hace falta tocarlas: si están bien, te lo dicen solas. Color parejo, sin machucones, con ese verde de hoja fresca que no parece pasto seco. Y cuando las llevás a casa, ahí sí, hacé algo con ellas. No las compres para olvidarlas en la heladera. Es ideal que no estén frías, porque se apaga su sabor, así que las sacamos de la heladera un rato antes de comerlas.
Un dato a tener en cuenta es que la frutilla no es solo europea. Muchos creen que vino de afuera, pero las frutillas también son nuestras. Hay una variedad silvestre, originaria del sur de Chile y la Patagonia, que ya existía mucho antes de la llegada de los colonizadores: la Fragaria Chiloensis. Una frutilla blanca o rosada, más pequeña, suave, intensamente aromática, que fue llevada a Europa recién en el siglo XVIII: de ahí salieron muchos de los cruces que hoy conocemos.
Gran parte de las frutillas que comemos hoy en la Argentina vienen de Coronda, en Santa Fe, donde las cultivan desde hace décadas con orgullo y paciencia. También llegan de Tucumán, Mar del Plata y Buenos Aires, especialmente de los alrededores de La Plata. En total son alrededor de 1400 hectáreas dedicadas a la frutilla.
No hay una sola variedad. Las más comunes son San Andreas, Camino Real y Festival, que es más firme y dulce, ideal para postres. Y las más ricas y un poco más nuevas en el mercado, que nos enamoraron a los cocineros porque combinan tamaño, aroma, color y son dulces, son las Royal Royce. Si no sabías todo esto, no importa: ahora lo sabés y podés probar.
Desde hace años se trabaja en colaboración con universidades locales y extranjeras en cruzar las variedades de manera clásica y no transgénica. Lo mejor de la frutilla es su versatilidad: puede ser elegante, puede ser popular, puede estar sola o acompañada, fría o tibia, fresca o cocida. Es la fruta de los postres de la infancia, pero también entra sin problemas en una picada con queso brie y vino blanco. Se lleva bien con la crema (por supuesto), pero también con un poco de aceto balsámico o unas hojitas de albahaca.
A mí la que más me gusta es la que sacás de la caja, la que agarrás tentado, una pasada por agua fresca y directo a la boca, con la mano. Queda increíble con yogur natural y miel, con helado de vainilla, con ricota batida y ralladura de limón, con un pan brioche tostado. Le va bien la menta, el chocolate amargo, las almendras tostadas, incluso el jengibre.
Hay combinaciones clásicas que funcionan siempre, y otras que sorprenden, pero todas tienen algo en común: parten de una buena frutilla. Y ahora, mientras estamos en temporada, es cuando están más ricas, más baratas y más locales. No es lo mismo comer frutillas que no sabemos de dónde son, refrigeradas hasta perder el alma, que comer las que salieron hace tres días del campo de Coronda o del valle tucumano. Se nota y se agradece. Además, cuando consumimos lo que está en estación, ayudamos a que se venda mejor, a que se pierda menos, a que tenga sentido sembrar otra vez.
No hay que hacer una torta para que las frutillas se luzcan. A veces alcanza con lavarlas bien, cortarlas, y ponerles un poco de azúcar. Dejarlas ahí, que suelten su jugo, y comerlas con cuchara. Es simple, es rico, y si además les ponés una cucharada de crema –ni muy líquida ni chantilly en aerosol– entendiste todo. Puede estar bien un poco de dulce de leche también.
Siempre se pueden freezar. Si comprás muchas, lavalas, cortales el cabito y mandalas al freezer en una bolsa. No van a ser las mismas después, pero sirven para un licuado, para una mermelada exprés, para meter en una torta húmeda, para revivir en una compota rápida. Porque la frutilla fuera de estación no existe. La que se vende en noviembre te recomiendo descartarla: viene de otro país y no viaja bien.
Así que este es el momento. No te digo que te conviertas en sommelier de frutillas, pero probalas. O compartilas. Cociná algo con tus hijos. Regalalas. Caé con una cajita de frutillas a lo de un amigo, o a la cena que te invitaron. Llevá un postre con frutillas a la próxima comida familiar. O comelas solo, parado frente a la mesada. Como quieras, pero comelas ahora. Porque están buenas. Porque son nuestras. Y porque, cuando una fruta está en su mejor momento, lo mínimo que podemos hacer es aprovecharla.