Sonrientes y compinches, Rafael Llorente y Teresa Pereda cuentan que llevan 47 años casados y en estos años de matrimonio se embarcaron en la idea de continuar un legado familiar: Mitikile, un tambo que data de 1901 que ahora se convirtió en un modelo productivo dentro de la cuenca lechera del centro bonaerense. Con cuatro robots en funcionamiento y alrededor de 1000 vacas en ordeño bajo galpón, la pareja relanzó un proyecto que mezcla innovación, tradición y vida familiar en la localidad de Arenaza, en el partido de Lincoln.
El mayor desafío que ambos recuerdan no estuvo vinculado directamente a la producción, aunque reconocen que la lechería ha atravesado distintos momentos críticos en estos años. Para ellos, la dificultad más grande fue de orden logístico: poder radicarse en el campo y sostener allí un proyecto familiar con la pavimentación de la ruta 68. “Gracias a esa obra pudimos radicarnos definitivamente en el campo y mantenernos vinculados con la comunidad de Lincoln y Arenaza. Sin ruta, con caminos de tierra, era imposible”, contó Pereda. La conectividad, en este caso, fue la condición para vivir y producir en el lugar que perteneció a sus bisabuelos.
El dato no es menor porque Pereda es artista plástica e investigadora con una importante trayectoria consolidada tanto en la Argentina como en el exterior. Se especializa en etnografía indígena. “Mi gran desafío fue poder seguir vinculada a mi ambiente artístico. Al principio viajaba mucho; alguna vez me preguntaban si iba o venía y yo no sabía qué contestar. Hoy tenemos seis nietos que nos anclan acá y las redes ayudan a estar cerca de otra manera”, dijo.
La pareja relató cómo la tecnología cambió su vida tanto personal como laboral a lo largo de los años, desde que decidieron instarse y vivir de la producción. “Cuando llegó el fax fue una revolución para nosotros. Poder leer un mensaje en el momento nos hizo sentir más conectados”, rememoró Pereda. Sin embargo, el tiempo, la digitalización y las redes sociales terminaron de integrar dos mundos que parecían distantes para ellos en aquel momento: la vida rural y la agenda cultural.
En el plano productivo fueron sus hijos Magdalena y Álvaro quienes los motivaron para dar el salto tecnológico dentro del emprendimiento. Así llegó la robotización de equipos de ordeño con equipos GEA. Llorente contó que cada unidad de ordeño costó entre US$120.000 y US$130.000 y permite trabajar con un promedio de 52 o 53 vacas, ajustado al rendimiento en litros y no en cantidad de animales. La inversión total rondó US$1,5 millones, sin contar el valor del rodeo, estimado en unos US$5000 a 6000 dólares por vaca.
Los resultados productivos fueron inmediatos. “Con los robots pasamos de producir 32 litros por vaca a un promedio anual de 39 o 40 litros. Hoy estamos incluso arriba de eso, en 45 o 46 litros diarios”, detalló Llorente. En la práctica eso significó un incremento cercano al 20% en la productividad respecto del sistema tradicional.
El tambo robotizado funciona con un esquema de trabajo reducido y especializado con el equipo: hay un encargado que vive en el campo y se ocupa del manejo diario, junto a un ayudante que alterna turnos. Además dos tractoristas que distribuyen la alimentación tres veces al día y una veterinaria que atiende de manera permanente. El sistema robotizado permite flexibilizar horarios y focalizar en la salud animal como las alertas de mastitis, reproducción o bajo rendimiento: eso llega directamente a la computadora.
La producción, explicó, se entrega a La Serenísima. Llorente agregó que la escala es clave para la rentabilidad futura: “Estamos apuntando a superar las 1000 vacas en ordeño. Esa es la meta que nos trazamos”.
El empresario admitió que esta nueva etapa de innovación dentro del emprendimiento familiar no fue una decisión directa de la pareja. “El verdadero desafío lo tomaron nuestros hijos. Ellos impulsaron el proyecto después de diez años de trabajo profesional en otros ámbitos. Nosotros acompañamos. Ahora nuestro próximo reto personal es hacer el Camino de Santiago”, comenta entre risas la pareja que va a comenzar una nueva aventura personal.
Para ellos, Mitikile se consolidó como una empresa familiar que logró integrar generaciones, conocimientos y estilos de vida distintos en la comunidad de Lincoln, donde hace unas semanas se realizó el concurso de quesos de especialidad, llamada Expoquesos. “Pudimos hacer una vida en familia y de trabajo, los dos. Eso es impagable”, dijeron Pereda y Llorente.
Por último, Teresa agregó: “Mi vida en el campo comenzó en 1978, de niña viví en Buenos Aires por los colegios y mi padre siempre trabajó en el campo y viajaba entre Trenque Lauquen, Neuquén —zona de cordillera— y Buenos Aires. Nuestras vacaciones eran en el campo. Mis hijos hicieron la primaria y la secundaria en Lincoln, porque siempre acompañé el emprendimiento tambero familiar. Por mi vocación [pasó por otro lado] estudié Filosofía y Letras e Historia del Arte y me especializo en etnografía indígena: soy artista visual».
El campo le permitió concentrarse y viajar constantemente: “Soy nómade, pero mi lugar está en Mitikile. El mundo rural siempre me inspiró: la tierra y su gente. Y, si bien desde 1993 trabajo con la tierra como material y concepto, ese vínculo con lo rural sigue siendo mi motor creativo”.