En una tarde nublada de miércoles a mediados de septiembre, Charlotte Chopin asumió el cargo que ha tenido durante más de 40 años.
Vestida con una blusa de algodón a rayas, suelta, y pantalones, su corto cabello blanco algo alborotado, llamó la atención de sus alumnas y comenzó a guiarlas en una serie de estiramientos, alentándolas a seguir su ejemplo.
Para una persona nueva en la clase, su contextura menuda y actitud reservada podrían confundirse con fragilidad. Pero eso cambia al verla hacer una serie de posturas del guerrero: sus pies firmemente plantados en el suelo, los brazos rectos como varas, su forma fluyendo sin esfuerzo de una postura a la siguiente.
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Desde 1982, Chopin, hoy con 102 años, enseña yoga en Léré, un pueblo francés en la región del Loira. Sus caminos sinuosos están bordeados de casas desvencijadas y negocios locales, muchos con las persianas bajas. Uno puede cruzarse con una oveja o un burro, pero poco más.
En medio de ese paisaje se encuentra su estudio: una pequeña sala cuadrada con paredes color durazno, ubicada en lo que alguna vez fue una estación de policía. Sus vestuarios fueron celdas. Aquella noche, sus alumnas eran cuatro mujeres del lugar, de entre 35 y 60 años.
Cuando comenzó la clase, Chopin me llamó para hacer un estiramiento en pareja. Ambas tomamos un palo de madera y flexionamos las rodillas, sosteniéndonos en equilibrio. Al principio dudé, temiendo derribarla, pero igualó mi fuerza sin esfuerzo. Más tarde, cuando me negué a intentar un movimiento desafiante que implicaba voltearse sujetada de unas correas en la pared, ella lo demostró sin dudar y luego me hizo señas para que lo intentara.—Voilà —dijo cuando lo logré.
En los últimos años, Chopin se ha convertido en una celebridad en Francia gracias a su aparición en 2022 en La France a un Incroyable Talent, el equivalente francés de America’s Got Talent. Con 99 años, ejecutó una docena de posturas casi perfectas en el escenario. “Me siento bien, con toda esta gente que me aplaude”, dijo a cámara en francés. “No me lo esperaba.”
Aunque no pasó a la siguiente ronda, su participación llamó la atención de los medios locales y del primer ministro de India, Narendra Modi, quien el año pasado le otorgó un honor civil por ser una embajadora destacada del yoga. Desde entonces, recibe entrevistas y solicitudes de aparición constantemente. Uno de sus cuatro hijos, Claude Chopin, ex kinesiólogo y yogui experimentado, se ha convertido en su mánager informal.
Charlotte Chopin no se presenta como gurú del bienestar ni parece tener el deseo de predicar su estilo de vida. Pero las personas siguen preguntándole el secreto para envejecer bien.
Gratitud y buena fortuna
Conocí a Chopin en su casa, una cabaña construida en el siglo XIX, que ha estado en su familia por al menos cien años. Claude, de 69 años, estaba con nosotros como traductor. Charlotte habla francés y alemán.
Nos reunimos en su sala, decorada con paisajes naturales, fotos familiares y estatuillas en distintas posturas de yoga. Una placa en un mueble decía: “La felicidad no consiste en tener todo lo que deseás, sino en amar lo que tenés”.
Chopin no probó el yoga hasta los 50, alentada por una amiga como descanso de las tareas domésticas. Empezó a dar clases 10 años después, para evitar el aburrimiento tras mudarse al pueblo.
Cuando le pregunté qué le aportó el yoga, respondió simplemente: Serenidad.
Eso es lo más filosófico que dirá sobre su práctica o su longevidad extraordinaria. Ella atribuye esta última a la suerte: “No tengo muchos problemas. Tengo una actividad que me gusta”, dijo. Y es una actividad sin la que no puede imaginar vivir.
Hace dos años y medio, poco después de cumplir 100, se desmayó mientras volvía manejando de una clase. Chocó el auto y se fracturó el esternón. Tres meses después, no solo estaba manejando otra vez, también estaba enseñando yoga nuevamente.
Práctica, práctica, práctica
Mientras tomábamos té negro que ella misma preparó, le pregunté si sentía que tenía 102 años. Se rió fuerte y respondió con cuidado: solo por la mañana.
Pero después de su desayuno habitual —café, tostadas con manteca y miel o mermelada, y a veces una cucharada de mermelada sola—, “ya estoy en marcha; me siento bien”, dijo. “Cuando éramos chicos, siempre decía que el desayuno era el mejor momento del día”, agregó Claude. “Sigue siendo así”.
Lo que más la ha sostenido, tanto en su práctica como en su vida, son sus alumnas, dice, y el apoyo social que le brindan. Esto concuerda con estudios que sugieren que las personas que desafían las normas del envejecimiento valoran mucho las relaciones sociales.
Para Claude, ver a su madre tan social en la vejez influenció más que nada su propia perspectiva sobre envejecer. «Ama a la gente —dice—, y le resulta fácil conectarse con los demás». Él aspira a lo mismo.
Aquella noche, sus alumnas incluían una operaria de fábrica, una empleada de supermercado, una jubilada y una ama de casa. Todas llevaban años asistiendo, y se saludaban con abrazos y alegría.
Una vez iniciada la clase, cuando no posaba con nosotras, Chopin caminaba por la sala corrigiendo posturas y empujándonos a ir un poco más allá. En un momento, presionó con tanta firmeza mi cuerpo adolorido por el jet lag en un estiramiento, que empecé a cuestionar mis propios límites.
Después, sus alumnas la describieron como “perfeccionista” pero siempre alentadora. «Ella me da ganas de envejecer», dijo una más tarde por mail.
Chopin ha bajado el ritmo al entrar más de lleno en sus 100 años. Antes practicaba yoga a diario; ahora solo durante las tres clases semanales que da. Ya no puede hacer todas las posturas; dejó de hacer paradas de manos hace unos años. Pero todavía puede tocarse los pies y se mueve con la firmeza de alguien varias décadas más joven.
Le pregunté si sus clases habían cambiado con el tiempo, y no entendía por qué deberían hacerlo. “Siempre doy mis clases de la misma manera», dijo. «Las posturas son las posturas». Para Chopin, esa rutina podría ser el verdadero secreto.