El Spagnuologate debe su nombre en primer lugar, como es obvio, al apellido del abogado hablantín que comenzó su trayectoria en discapacidad el día que asumió como máxima autoridad de la agencia estatal que se ocupa del tema.
“Gate” viene del complejo de seis edificios ubicado en el barrio de Foggy Bottom de la ciudad de Washington, el Watergate, que sirvió para bautizar el escándalo político institucional de espionaje más célebre de la historia. Una de las seiscientas oficinas que existen allí (donde también hay centenares de viviendas, como la que ocupaba a fines de los noventa, créase o no, Mónica Lewinsky, la cariñosa pasante del presidente Bill Clinton) era la que alquilaba el Partido Demócrata, asaltada el 17 de junio de 1972 por cinco espías mediocres reclutados por el gobierno de Richard Nixon, nunca se supo del todo bien para espiarle exactamente qué a la oposición.
En todo el mundo los escándalos públicos con gran impacto político pasaron a identificarse con el sufijo “gate” después de que a un Nixon carente de explicaciones razonables, para zafar de la brillante investigación periodística de Bob Woodward y Carl Bernstein (que tenían 29 y 28 años) no se le ocurrió mejor idea que organizar un encubrimiento mediante la CIA y el FBI. Reacción que acabaría dos años más tarde con su presidencia, atenazada como a esa altura estaba por la Justicia y el Senado.
Tenga o no vinculación con los hechos ahora bajo sospecha, Milei no es el primer presidente que se queda mudo o deja traslucir que no sabe cómo reaccionar cuando le estalla un escándalo completamente imprevisto según su lista íntima de riesgos potenciales. También les sucedió a los Kirchner en 2007 cuando el empresario venezolano Guido Antonini Wilson quiso ingresar una valija con 790.450 dólares por el sector militar de Aeroparque: el “valijagate”. Dinero que se descubrió por una casualidad y al parecer procedía de la petrolera Pdvsa e iba para la campaña de Cristina Kirchner, si es que no formaba parte de coimas relacionadas con acuerdos energéticos.
La narrativa de espionaje y política, sea ficción o reconstrucción de hechos reales, ha enriquecido de manera creciente las carteleras cinematográficas en las últimas décadas. Ahora es una parte considerable del material que sacia la voraz maquinaria de Netflix. En la génesis, Watergate fue una gran usina.
Alan Pakula llevó al cine en 1976 el libro Todos los hombres del presidente, de Woodward y Bernstein, y así marcó las carreras de Robert Redford y Dustin Hoffman. Hoy sería ese un título políticamente incorrecto (incluso Donald Trump tiene en su gabinete un tercio de mujeres), pero no debe haber contraseña más gráfica para representar el involucramiento de los entornos palaciegos en estos escándalos que baten política, supuesta corrupción, espionaje y maniobras (torpes) de gobiernos urgidos, diríase desesperados, por superar situaciones terriblemente embarazosas. Quién sabe si el chiste de Milei de llamar “el Jefe” a su hermana, que es la funcionaria más expuesta en el Spagnuologate, podría habilitar una reválida del tan machista “todos los hombres del presidente”. Que esta vez viene con toque borgiano, porque el primer hombre del presidente es el propio Diego Spagnuolo, infatigable visitante de la quinta de Olivos.
Una solución al problema podría ser prohibir la difusión del audio presunto de una voz oficial no certificada que no se sabe quien grabó ni cuándo, tampoco cómo. Pero esa a quién se le podría ocurrir, ¿no?.
Viene a cuento recordar que la película de Pakula tiene un final abrupto. Nixon (el verdadero) aparece jurando por segunda vez la presidencia el 20 de enero de 1973. Léase en clave local: después de la extraordinaria investigación del Washington Post de 1972 Nixon no sólo resultó reelecto sino que aplastó al demócrata George Mc Govern por 60,7 a 37,5. Para el momento de las elecciones logró convencer a los estadounidenses de que lo que había sucedido había sido “un robo de poca monta” y que ni él ni su gente tuvieron nada que ver. Y lo reeligieron. La percepción general después cambió. El presidente terminó renunciando en agosto de 1974. En parte eso se debió al escándalo anexo de las grabaciones.
Sí, durante el caso Watergate se descubrió que Nixon fue grabado en la mismísima Casa Blanca. El material registrado lo incriminó a niveles nunca vistos y lo siguió incriminando después de muerto, porque las grabaciones, que aun hoy se siguen estudiando, pasaron de los abogados y políticos a los historiadores. Pero hay una diferencia importante con la hermana del presidente argentino grabada en la Casa Rosada. Allá se pudo saber el nombre del que mandó grabar a Richard Nixon en la Casa Blanca: Richard Nixon.
En 1971 al coronel de aviación Alexander Butterfield, quien hoy tiene 99 años, le tocó la misión ultrasecreta de colocar micrófonos en el Salón Oval. Los camufló en el escritorio del presidente, en dos lámparas que había sobre la repisa de la chimenea, en la sala del gabinete y en las líneas telefónicas de la sala de estar presidencial, la sala Lincoln. Revolucionarios en la época, los aparatos se activaban con la voz. Los mandó instalar el megalómano narcisista que entonces gobernaba Estados Unidos, a quien nunca se le pasó por la cabeza que alguien más que él iba a tener acceso hasta la eternidad a esas cintas. Las acopiaban dos agentes del Servicio Secreto -los únicos que sabían- en un escondite del subsuelo de la Casa Blanca.
Pero hubo un par de imprevistos. O dos pares. Sucedió el caso Watergate, se formó una comisión investigadora en el Senado, Butterfield (que sólo era un asistente del jefe de gabinete de la Casa Blanca, Harry Haldeman) fue citado a declarar -entre muchos otros funcionarios- y cuando le hicieron la pregunta que les formulaban a casi todos los testigos acerca de si sabían si algo se grababa en la Casa Blanca, el coronel dijo: “me preguntaba si alguien me preguntaría eso”. Su declaración duró cuatro horas y media. Contó todo.
Sobre 3700 horas de grabación sólo 200 tenían relación con el caso Watergate. Una de las partes más importantes demostró que Nixon estuvo involucrado desde el principio en el encubrimiento. Eso contribuyó a que el Partido Republicano le retirara su apoyo. El presidente renunció porque no tenía el número parlamentario para sobrevivir a un impeachment.
Se negó todo lo que pudo a entregarle las cintas al Senado (el asunto terminaría en la Corte Suprema, que dictó sentencia por ocho a cero en contra del presidente). Nixon argumentaba “privilegio ejecutivo”, la separación de poderes y razones de seguridad nacional. Luego de una ríspida disputa que hasta le costó el puesto al fiscal especial Archibald Cox, entregó una parte de las cintas, pero pronto se descubrió que de ellas habían sido borrados 18 minutos cruciales. Correspondían a una conversación entre Nixon y Haldeman tres días después del asalto al Partido Demócrata. El episodio de los 18 minutos borrados (el presidente dijo que había sido su secretaria por error) fue muy famoso en la época. Ese fragmento de cinta se conserva hoy en una bóveda bajo clima controlado con la expectativa de que algún día haya una tecnología que permita restaurar el audio faltante.
Entre la docena de películas sobre el Watergate que le siguió a “Todos los hombres del presidente” se destaca la extraordinaria Frost/Nixon, basada en la serie de cuatro entrevistas que le hizo el periodista David Frost (una especie de Jorge Rial británico) al jubilado Nixon en 1976. Como si estuvieran en un laboratorio gestáltico, tras un incisivo contrapunto Frost consigue en un momento dado bajarle las defensas al entrevistado. Nixon entonces explota y deja escapar su pensamiento más profundo: “¡cuando uno es el presidente de los Estados Unidos se puede colocar por encima de la ley si eso es lo que hace falta!”.
Hasta en Forrest Gump hay una escena inolvidable, cuando el equipo de ping pong visita a Nixon en la Casa Blanca y Forrest, alojado en un hotel que le recomendó el propio presidente, enfrente del complejo Watergate, ve algo raro desde su ventana. Telefonea entonces al personal de mantenimiento para ver si pueden hacer algo porque la luz de las linternas que llega de afuera no lo deja dormir. En la escena siguiente Nixon está renunciando.
En la vida real, a los cinco espías, quienes efectivamente andaban con linternas colocando micrófonos, los descubrió un guardia de seguridad que se topó con una puerta entreabierta a la que los intrusos le habían pegado una cinta en el pestillo de la cerradura para que no se les cerrara. Tecnología que parece estar más inspirada en el Superagente 86 que en James Bond o en Jaime Stiuso.
Uno tal vez preferiría seguir creyendo que los espías son esos enigmáticos, sofisticados personajes de la Guerra Fría o agentes dobles venerados por la literatura y el cine, tan valientes como políglotas, dueños de cinco o seis pasaportes, y no pedestres despechados por una fuerza política a la que abrazaron con fervor desmedido, con la que de golpe se pelearon, eventualmente puestos a robar la voz (¿para después extorsionar?) de una altísima autoridad del gobierno… mediante un vulgar teléfono celular. ¿Pudo ser así? Vaya problema: celular en la Argentina tiene el 97,6 por ciento de la población comprendida entre los 16 y 64 años.
La claridad se hace rogar. Entre supuestos espías rusos que se intrusan en la Rosada, vengadores chavistas y operadores kirchneristas, nadie descarta que el Spanguologate sea una cruda interna oficialista, quién sabe con cuántas mentiras y cuántas verdades incrustadas.