Trauma, consentimiento y memoria: la idealización del agresor como herida oculta de la violencia

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El trauma por abuso sexual en la adolescencia puede manifestarse años después en síntomas físicos y emocionales  (Imagen ilustrativa Infobae)

Recientemente fui al cine a ver “Caza de brujas”, la nueva película protagonizada por Julia Roberts que se inspira en una obra de Nora Garrett.

Roberts interpreta a una profesora de filosofía especializada en género en una universidad de élite. A lo largo del film, a través de gestos, silencios y comportamientos erráticos, se devela su tragedia personal, que también es colectiva: una relación con un hombre mucho mayor, amigo de su padre, iniciada cuando ella tenía apenas 15 años.

Habla de él con culpa y confusión. Dice que lo amó, que lo eligió, que lo denunció por enojo y venganza. Pero lo que no logra decir —ni a sí misma— es que nunca pudo consentir, porque tenía 15 años y él más de 40. Su esposo, psicoanalista, la ayuda a develarlo. Usamos la palabra develación —quitar el velo de lo que permanecía oculto— en lugar de confesión, porque solo confiesan los criminales; jamás lo hacen las víctimas ni los sobrevivientes.

En el relato de la supuesta relación se nota que él la fue preparando, como hacen los pederastas: con gestos de cuidado, palabras suaves y una aparente protección que escondía la violencia más neutralizadora de todas, la que viene en nombre del amor.

El trauma tiene su tiempo y sus formas de expresión. A veces se esconde bajo una historia idealizada. El cuerpo recuerda a través del insomnio, la ansiedad, las autolesiones, los trastornos alimentarios o el miedo, entre otras formas de recordar lo inolvidable.

La responsabilidad adulta es clave para prevenir y detectar el abuso sexual en niñas, niños y adolescentes (Imagen Ilustrativa Infobae)

Durante la adolescencia, el cerebro todavía está en formación. La corteza prefrontal —que regula el juicio y la percepción del riesgo— no termina de madurar hasta la adultez temprana. Por eso el “consentimiento” en una relación desigual en edad es una ficción: no hay libertad cuando hay tal desajuste que produce dependencia, reverencia o miedo. Y esto no solo se explica por los mecanismos cerebrales, sino también por el desarrollo emocional, que en la adolescencia aún está en construcción.

Y sin embargo, a sabiendas de esta realidad, la cultura sigue romantizando esas historias como “prohibidas” o “intensas”.

Esta práctica del engaño fue también anticipada en 1955 por otra novela. En “Lolita”, Vladimir Nabokov construyó un narrador que disfraza la violencia con una prosa hipnótica, y la crítica literaria la ha enaltecido como bella y perturbadora, esta obra censurada y glorificada, expone la capacidad del lenguaje para encubrir un crimen. La obsesión sexual de un adulto, Humbert, por una niña, su hijastra de doce años.

El trauma por abuso sexual requiere entornos seguros, profesionales capacitados y una sociedad que escuche y no silencie (Imagen Ilustrativa Infobae)

De modo similar, en este caso en el relato de la víctima, la protagonista de “Caza de brujas” confunde la violencia pederástica con el amor, atrapada en una narrativa que el abusador sembró para perpetuar el silencio.

Fue el médico y psicoanalista húngaro Sándor Ferenczi, que no podía creer al igual que Freud que tantas pacientes relataran agresiones sexuales padecidas en la infancia y elaboró una teoría.

En la misma consideró que, cuando esto ocurre existe una especie de confusión entre el lenguaje tierno del niño y el pasional del adulto, para explicar el abuso sexual, lo dice así: “Las seducciones incestuosas se producen habitualmente de este modo: un adulto y un niño se aman; el niño tiene fantasías lúdicas, como por ejemplo desempeñar un papel maternal respecto al adulto. Este juego puede tomar una forma erótica, pero permanece siempre a nivel de la ternura. No ocurre lo mismo en los adultos que tienen predisposiciones psicopatológicas, sobre todo si su equilibrio y su control personal están perturbados por alguna desgracia, por el uso de estupefacientes o de sustancias tóxicas. Confunden los juegos de los niños con los deseos de una persona madura sexualmente, y se dejan arrastrar a actos sexuales sin pensar en las consecuencias“(1933).

El consentimiento en relaciones con diferencia de edad y poder es una ficción (Imagen Ilustrativa Infobae)

No existe tal confusión. El pederasta no solo abusa del cuerpo, mente y espíritu de la víctima: instala una narrativa que lo justifica, que vuelve a la víctima cómplice de su propio daño.

No conozco ningún relato clínico en el que un niño, una niña o un adolescente no experimenten culpa en relación con la agresión sufrida. Esa culpa puede tomar distintas formas: creer que no supieron pedir ayuda a tiempo, que se quedaron congelados, que no se dieron cuenta de lo que ocurría o incluso que se sintieron “seducidos” sin comprender que lo que vivían era manipulación. Es el adulto quien debe poner el coto ante cualquier situación que no corresponda. Es simple, lo sabemos todos.

En la clínica lo vemos con frecuencia: relatos contados con enojo, horror o asco maquillados, incluso con nostalgia. Recuerdo una paciente que relataba que siendo adolescente el “pastor“ de su comunidad religiosa le hacía realizar las poses más humillantes y aberrantes que pueda uno imaginarse para que se consagre a Dios. Ella creía que él, un hombre de 45 años, lo hacía por su propio bien, pero su cuerpo hablaba a través de una anorexia que se la comía viva. La mente se hace trampas a sí misma para enfrentarse a lo insoportable.

El abuso sexual infantil suele estar acompañado de manipulación emocional y una narrativa que justifica al agresor (Imagen Ilustrativa Infobae)

Los pederastas no siempre irrumpen con violencia física. Se infiltran en los vínculos cotidianos: se convierten en maestros, mentores, confidentes. Lo hacen de manera presencial o a través de las pantallas. Lo hacían siglos atrás y lo hacen ahora. Son criminales con método. Preparan a la víctima durante meses o años, hasta que el primer contacto sexual parece una consecuencia natural del vínculo, especialmente con púberes y adolescentes. Cuando eso sucede, no hay resistencia física ni mental posible, porque la víctima ya fue moldeada para creer que debía ocurrir y sobre todo que estaba bien.

Por eso, cuando una víctima adolescente dice que dio su consentimiento, no está mintiendo: está repitiendo el guion que le impusieron y sostiene a veces muchos años después para sobrevivir.

En salud mental infanto-juvenil, acompañar estos procesos implica ayudar a desarmar esa pedagogía de la violencia sexual. Educar en consentimiento real, enseñar a reconocer la manipulación afectiva, generar entornos donde niñas, niños y adolescentes puedan hablar sin vergüenza ni miedo. También exige revisar los mensajes que seguimos transmitiendo y tolerando en series, películas, canciones y redes sociales, donde la sumisión sigue apareciendo como gesto de amor y el control como sinónimo de cuidado.

La responsabilidad de padres, docentes y profesionales en identificar señales de abuso, evitar la minimización y crear entornos donde los niños puedan expresar sus experiencias sin miedo (Imagen Ilustrativa Infobae)

Los adultos tenemos una responsabilidad enorme: no minimizar, no justificar, no confundir madurez con consentimiento. La figura del “profesor brillante”, del “hombre que la entendía”, del “artista sensible” del “gamer que entendía todo“ sigue siendo uno de los disfraces más eficaces de los agresores sexuales.

El film acerca de la profesora de “Caza de brujas” nos muestra que incluso una mujer adulta, formada y lúcida, y totalmente privilegiada, puede quedar atrapada en el relato que le impusieron cuando era una niña. Si eso le ocurre a ella, ¿qué puede pasarles a miles de niños, niñas y adolescentes que aún no tienen palabras, ni apoyo, ni espacio para entender lo que viven?

Por eso, cuando hablamos de imprescriptibilidad de los delitos sexuales, no hablamos solo de derecho penal, sino del tiempo psíquico del trauma. El trauma no se denuncia cuando ocurre, sino cuando puede metabolizarse y narrarse. Y para eso se necesitan profesionales capacitados, entornos seguros y una sociedad que no apure ni silencie y que no mire para otro lado.

Esa será también la conversación que continuaré hoy en Paraná, Entre Ríos en el aniversario de una organización que cumple 10 años, “Así Basta” que trabaja para transformar la memoria en prevención, la justicia en reparación y la capacitación en una verdadera política de cuidado. Porque el tiempo no borra la tragedia, pero una escucha temprana, empática y formada puede impedir que la tortura se disfrace de historia de amor.

* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.

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