Trenes, viajeros, el misterio y la libertad

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Vivir cerca del tren suele ser un karma para mucha gente. Cerca de la estación, por el sonido de la bocina que advierte llegadas y partidas; junto a un paso a nivel, la campana puede alterar los nervios con intensa frecuencia, y junto a un tramo intermedio de las vías el paso raudo obligará seguramente a elevar la voz para mantener una conversación, o bien hacer silencio hasta que el ruido pase.

Pero como sucede en tantos aspectos de la vida (si no en todos), no generalicemos.

Viví durante toda mi escuela secundaria muy cerca del viejo playón de cargas del Ferrocarril del Oeste (allí donde el barrio de Flores se va transformando en Caballito, poco antes del estadio del club que tomó su nombre de aquel ramal). Allí experimenté lo que la costumbre le hace a las personas: “una vez que te acostumbraste ni lo escuchás”, les decía a mis amigos. La sonoridad ineludible del Roca a metros de la casa de mis compadres, en Don Bosco, me hizo replantear aquel concepto.

De hecho, en el largo proceso de elección del departamento para mudarnos de vuelta a la Capital uno de los aspectos que podía hacer que desecháramos un aviso era ese: la cercanía de las vías. Pero, otra vez, el inconsciente es sabio. La opción que estuvo más cerca y la que finalmente elegimos están cerca de una estación. “¿Te diste cuenta de que volviste a la vera del ferrocarril, querido Luis?”, me dijo un amigo, un hermano de la vida que me conoce desde antes de aquellos años del secundario.

Tuve la suerte de poder hacer viajes de larga distancia mucho antes de la famosa frase de Carlos Menem: “Ramal que para, ramal que cierra”. Antes del último año de la primaria, fuimos a Mendoza con mis compañeros en un viaje de intercambio escolar en verano. La posibilidad de cambiar de asiento o incluso de vagón en el viaje de egresados del secundario a Bariloche fue la primera sensación de libertad que mi adolescencia reclamaba. Lo entendería mejor unos años más tarde.

¿Qué es la libertad? Poder pensar. ¿Dónde se piensa mejor? Cuando se viaja confortablemente en un tren de larga distancia. Como cada cual es libre de construir sus propios silogismos, puedo concluir entonces que la libertad es un tren.” El gran Germán Sopeña escribió ese primer párrafo en su libro La libertad es un tren (1990, Editorial Planeta). Aventurero, investigador, inquieto, se había enamorado del medio de transporte en sus años como corresponsal en Europa, y habiendo viajado en el Expreso Oriente y en el Transiberiano, entre otros míticos trayectos, volvía a subirse a un vagón aquí cada vez que podía.

“Sopeña hilvana en su libro un extenso anecdotario de sus periplos sobre rieles a la vez que realiza su más encendida defensa de ese medio que tan tenazmente defendió desde las páginas de LA NACION”, señala la crítica publicada en este diario al reeditarse, en 2004, la obra de quien fuera secretario general de Redacción.

Tres trayectos me estremecieron particularmente, sin que se comparen en valor: el Tren de las Sierras, que recorre el Valle de Punilla desde Córdoba hasta Capilla del Monte (lo hice cuando no demoraba más de dos horas, hoy tarda cinco); la llegada a Venecia sobre un riel que atraviesa la Laguna que la separa del continente; el tren turístico de Machu Picchu, que al atardecer desciende las laderas iluminadas hasta Cuzco.

Hay más que paisajes y reflexiones mirando por las ventanillas. En cada viaje, vuelan los afectos y las emociones de quienes esperan y quienes llegan. El genial Milton Nascimento lo escribió y lo cantó en “Encuentros y despedidas”: “Y así llegar y partir son solo dos lados del mismo viaje, el tren que llega es el mismo tren de la partida. La hora del encuentro es también despedida, la plataforma de esa estación es la vida de este mi lugar, es la vida”.

Durante el día es casi inaudible, es temprano en la mañana, y al anochecer, cuando las campanas del Mitre me traen de nuevo el misterio y la alegría.

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