WASHINGTON.- En su intento de transformar la economía estadounidense en un coloso autosuficiente, el presidente Donald Trump enfrenta a un gran obstáculo: él mismo.
Construir las fábricas para hacer realidad su prometida “Edad de oro” con altos aranceles y encontrar a los trabajadores para operarlas no será fácil. Pero el uso que hace Trump de la autoridad presidencial unilateral, en vez de pasar por el Congreso, para aplicar nuevos impuestos a las importaciones, sus contradictorias políticas y su historial de pegar volantazos podrían terminar por convencer a los empresarios de que ni siquiera vale la pena intentarlo.
Desde el anuncio arancelario del 2 de abril, Trump y sus principales asesores dieron señales contradictorias sobre si pretenden utilizar la medida como palanca para obtener concesiones de los socios comerciales de Estados Unidos, o si la intención es imponerles un gravamen permanente de hasta el 50 % a algunos países, o incluso superiores, en el caso de China.
“Ambas cosas pueden ser ciertas a la vez. Puede haber aranceles permanentes y también puede haber negociaciones”, declaró Trump el lunes, al recibir en la Casa Blanca al primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu.
Trump también comparó sus inéditos aranceles con “un remedio amargo” que debe soportar la economía. Y los inversores que lo toman al pie de la letra están empezando a considerar las implicaciones económicas de esa receta.
“Hace 50 años que habla de eso. Creo que habla en serio”, aseguró Eric Winograd, director de investigación económica de mercados desarrollados de la consultora AllianceBernstein. “El rumbo está clarísimo”.
El lunes, el secretario del Tesoro, Scott Bessent, anunció que el presidente les había encargado a él y a Jamieson Greer, el principal negociador comercial, iniciar conversaciones con Japón sobre la “visión de Trump para la nueva Edad de oro del comercio global”. En una publicación anterior en las redes sociales, Trump había afirmado que “se están comunicando con nosotros países de todo el mundo”, un comentario que hizo rebotar los mercados financieros.
Pero por más que el presidente acepte reducir o eliminar individualmente los aranceles más altos para algunos países, el aumento generalizado de 10 puntos porcentuales que implementó el 5 de abril elevó el promedio de los aranceles de Estados Unidos a su nivel más alto desde al menos la década de 1940. Muchos analistas creen que el nuevo impuesto será permanente.
“Casi cualquier escenario termina con aranceles inimaginablemente altos en comparación con los hace apenas unos meses, y nos pone a la par de los de Irán y Venezuela”, asegura el economista Jason Furman, de la Universidad de Harvard, exasesor del Barack Obama cuando era presidente. “Y ese es el mejor escenario posible”.
Parapetado detrás de ese muro arancelario, Trump planea liderar el renacimiento de la industria en suelo norteamericano, con el progresivo regreso de las empresas que antes tenían sus plantas de producción en países de bajos salarios. La semana pasada, la Casa Blanca celebró los recientes anuncios de empresas como General Motors, que tras la declaración del presidente anunció que aumentará la producción de camionetas livianas en una planta en el estado de Indiana.
Recuperar la capacidad fabril que se trasladó al extranjero durante el auge de la globalización no será rápido ni fácil. Para lograrlo habrá que construir decenas de nuevas fábricas y capaces de producir de todo, desde textiles y ropa hasta celulares e insumos industriales.
Y para eso hará falta una masiva inversión de capitales, que durante los próximos años impulsará el crecimiento y el empleo en el rubro de la construcción, según Winograd. Pero el cambio en las prioridades de inversión, si se produce, será a expensas de otros potenciales proyectos, y la economía norteamericana en general funcionará de forma menos eficiente que en la actualidad.
Según los economistas, a los consumidores les esperan precios más altos y menos opciones y variedad de productos.
Además, puede ser difícil encontrar trabajadores para fabricar algunos productos que Estados Unidos ya importa desde hace tiempo. Según los economistas, es poco probable que los puestos de trabajo mal pagos y físicamente exigentes, como las repetitivas tareas de la industria textil, atraiga mucho interés entre los trabajadores norteamericanos. Y la oferta de mano de obra podría reducirse aún más debido a las drásticas medidas del gobierno contra la inmigración ilegal.
Y por más que estén protegidos por aranceles, algunos productos, como el café o las bananas, no se pueden producir en el territorio continental de Estados Unidos, así que los norteamericanos pagarán un precio más alto para importarlos. Otros bienes podrían producirse en Estados Unidos, pero también costarán más caros, ya que el salario de los norteamericanos es significativamente más alto que en otros países, como China o México, señala Furman.
El presidente está llevando a cabo un programa de reforma económica de gran envergadura, pero centrado en una pequeña parte de la economía de Estados Unidos: las importaciones representan tan solo el 11% del PBI norteamericano, que asciende a unos 30 billones de dólares.
En ese sentido, la fuerte reacción de los mercados financieros desde mediados de febrero —con una caída de casi el 18 % en el índice S&P 500—, podría eclipsar el impacto económico final del programa de Trump.
Así como la globalización benefició a algunos norteamericanos y perjudicó a otros —mayormente a los trabajadores manufactureros menos cualificados—, la revolución planeada por Trump también tendrá sus ganadores y perdedores.
Los funcionarios del gobierno tienen objetivos ambiciosos para su transformación económica. Según ellos, a medida que los aranceles incentiven a los industriales a producir más dentro de las fronteras de Estados Unidos, se materializarán millones de nuevos empleos manuales bien remunerados, y el déficit comercial anual de 1,2 billones de dólares que tiene actualmente Estados Unidos debería reducirse.
Según los funcionarios de la Casa Blanca, algunos de esos nuevos empleos podrían aparecer en cuestión de meses. En Estados Unidos, las plantas automotrices están operando a aproximadamente dos tercios de su capacidad, lo que significa que tienen capacidad instalada para producir más vehículos y autopartes. En otros rubros, sin embargo, la transformación podría llevar mucho más tiempo, y es probable que el número de empleos que genere sea decepcionante.
Desde 2000, en Estados Unidos se destruyeron más de 4,5 millones de puestos de trabajo en el sector fabril. Pero por más que todas las fábricas que se trasladaron al extranjero regresaran a Estados Unidos, igual necesitarían menos empleados que los que precisaba antes.
Actualmente, un típico obrero de fábrica produce un 38% más que en 2000, gracias a la robotización y otros sistemas automatizados. Además, para manejar esos robots y esa tecnología, hoy muchos de esos trabajadores también son altamente calificados.
“Para todos, incluyéndome a mí, la imagen típica del obrero de fábrica es un tipo grandote con casco, jeans, y una lonchera en la mano”, apunta Winograd. “La realidad es que hoy en día muchos trabajadores de fábrica usan batas de laboratorio, protectores oculares, y manejan computadoras, que son las que mueven los robots”.
Todas estas preguntas sin respuesta se están cobrando su precio en la confianza de inversores y ejecutivos de empresa. El lunes, el “índice de miedo” VIX, que mide la volatilidad de los mercados, tocó sus niveles más altos desde la pandemia. Y Goldman Sachs, por su parte, dijo que la incertidumbre sobre la política comercial de Trump haría que durante el próximo año se retraigan las inversiones y la demanda de empleo.
David Lynch
Traducción de Jaime Arrambide