Probablemente, el episodio habría encendido hoy todas las alarmas. Pero eran otros tiempos, con otros desvelos. Solo unos pocos años antes, el barrio amanecía con una coreografía de madres que baldeaban sus veredas con una mezcla de agua y una solución al 15% de fenol, un potente desinfectante que, se suponía, podía ponerle freno a la temible poliomielitis; se llamaba Fluido Manchester y todavía recuerdo la latita roja, negra y triangular. La rabia aún amenazaba en cualquier perro taciturno y el tétanos acechaba en los clavos oxidados.
Con los años, las vacunas salvaron cientos de millones de vidas y de a poco la tensión se fue aflojando. No del todo, por supuesto, y la sombra de esas enfermedades silenciosas y mortíferas perduró en la consciencia de varias generaciones de madres.
Así que este incidente en particular pasó como otra extravagancia del chico raro que no jugaba a la pelota y pasaba horas observando bichos y plantas. Rarezas aparte, amaba el movimiento, como todos, y estaba horas abordo de las hamacas de la plaza, y, si contaba con el capital, me iba a la calesita, que era como viajar a otro planeta. Un día, durante una de mis excursiones por el enorme Parque Leonardo Pereyra del barrio de Barracas, frente a la basílica del Sagrado Corazón, se me dio por probar el tiovivo. Es decir, esa suerte de calesita que consta de un círculo giratorio con asientos, que los participantes accionan por sus propios medios.
No me parecía una idea brillante y prefería la verdadera calesita, con caballos contantes y sonantes y la tentación de la sortija, que te concedía una vuelta adicional sin cargo. Con probar, sin embargo, no perdía nada, y ahí fui, junto con otros chicos, a girar lo más rápido que fuera posible para luego sentarnos en los bancos a disfrutar del vértigo. Entonces, cuando estaba ponderando las virtudes y los defectos de esa rotación más veloz y de un radio menor, con los plátanos, los paraísos y los eucaliptos que pasaban fugaces ante mis ojos y hacían centellear al sol en mi corteza visual, perdí el control del cuerpo, fui cayendo hacia atrás hasta quedar con el torso y los brazos fuera del tiovivo, que seguía rotando, implacable y dichoso, y luego de una o dos vueltas mi madre advirtió la situación y vino a socorrerme. Pero eran otros tiempos, y como no notaron más síntomas, el asunto no inspiró ninguna pesquisa adicional; por mi parte, en lo sucesivo, me mantuve lejos de esa máquina que, secretamente, había aprendido a temer.
Muchos años después, cuando aparecieron las migrañas y me diagnosticaron algunas –digamos– irregularidades neurológicas, el incidente volvió a mi memoria y entendí que había sufrido una ausencia causada por los destellos del sol y los árboles fugaces. Siempre supe que no había perdido la consciencia y que no había razón alguna para desmayarme. Solo aquel neurólogo, cuyo nombre olvidé hace mucho, entendió lo que había ocurrido, cuando, con los resultados del electroencefalograma sobre su escritorio, le conté lo del tiovivo. ¿Además, cómo podía convencer a los mayores de que, así inmovilizado, con medio cuerpo afuera, seguía viendo el cielo y las copas de los paraísos, los plátanos y los eucaliptos que giraban como constelaciones?
Nada por el estilo volvió a ocurrirme, ni con videojuegos ni con películas. Eso sí, las rutas orladas de álamos al atardecer no dejan de causarme cierta inexplicable inquietud.
Esta historia extraña, que no duró más de tres minutos y que sin embargo recuerdo con todo detalle, regresó del golpe hace poco, cuando advertí que uno de los tesoros que primero perdemos cuando nos despedimos de la infancia es el movimiento. El movimiento puro, sin excusas, sin calistenia ni elongación, sin pretextos, sin calorías y sin rituales elaborados. Solo flotar ingrávidos cuando la hamaca llega hasta lo más alto y se detiene durante un instante extático y eterno y, por primera vez, descubrimos que la libertad es, sobre todo, aspirar a la libertad.