Un León pacífico, y más peruano que gringo

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BOGOTÁ

La Ciudad del Vaticano tiene apenas 44 hectáreas (menos de medio kilómetro cuadrado) y es el país más pequeño del mundo. Su forma de gobierno se define como “monarquía electiva”. Las decisiones se toman de un modo peculiar: los integrantes del sínodo (el concilio de obispos) discuten y opinan, pero, sin importar las mayorías, el único voto que cuenta es el del Papa, que es quien decide. Stalin preguntó alguna vez, para burlarse de su importancia geopolítica, “¿cuántas divisiones tiene el Vaticano?”, y la respuesta es que, desde hace siglos, la diminuta teocracia enclavada en Roma no tiene brigadas ni ejército ni policía. Por antigua tradición (desde el siglo XVI), cuenta con una guardia helvética que en un principio estaba compuesta por soldados mercenarios y hoy, con sus coloridos uniformes geométricos y sus largas alabardas, parecen escogidos después de un cuidadoso casting cinematográfico. Más que guardaespaldas del Sumo Pontífice, parecen hermosos espantapájaros puestos a su alrededor para adornarlo.

Según el gramático Sexto Pompeyo Festo, el Vaticano se erige sobre un montículo que en la antigüedad era conocido como “la colina del vaticinio”, pues allí se reunían los adivinos etruscos a predecir el futuro. Pecando de supersticioso, a mí me parece que los papas que me han tocado en la vida de algún modo representan la temperatura o el espíritu de los tiempos que corren en el mundo. Si la Iglesia Católica ha sobrevivido por más de dos mil años, esto se debe, creo, a su admirable capacidad de sincronía, es decir, de acomodarse con sumas cautelas, pero sin duda, a los tiempos que corren o que van a vivirse. Todo en ella parece viejo, tradicional, anacrónico, y en cambio lo que revela la Iglesia es una extraordinaria capacidad de evolución adaptativa. Convivió con la monarquía, el despotismo y la esclavitud; participó activamente en el imperialismo colonial y en la descolonización; luego se hizo aliado de la democracia y, cuando fue necesario, se acercó a los regímenes fascistas o comunistas; en los países donde no hay tradición de celibato sacerdotal, los curas católicos se pueden casar (así es en la Iglesia Católica Griega de Ucrania); ahora se adapta a la modernidad.

Supongo que esto se debe en buena medida a que hay misioneros, curas o laicos católicos metidos en todos los rincones del mundo. No creo que exista una red de informantes presenciales más extensa ni más precisa que la desarrollada por los enviados (en buena medida voluntarios y de buena voluntad) de la Santa Sede. Quizás en la única parte donde la telaraña de la Iglesia cojea un poco sea en la China y fue por este motivo (según nos cuenta el más reciente libro de Javier Cercas) que el último viaje del papa Francisco se hizo al extenso vecino del imperio amarillo, Mongolia, donde emisarios y misioneros católicos chinos podían asistir a hurtadillas.

Juan XXIII y Pablo VI, con el Concilio Vaticano II, eran el vaticinio de un mundo más cercano a los pobres y en defensa de los oprimidos; Juan Pablo II, sin una sola división militar (¡en tu cara, Stalin!), fue el gran artífice de la caída sin sangre de la Cortina de Hierro y del sueño comunista convertido en pesadilla; Ratzinger fue el último estertor de la iglesia tradicional y fundamentalista hasta que se dio cuenta de que su programa era, por anacrónico, imposible, y renunció; Francisco fue el papa de la sincronía con otros progresos morales y cambios de la civilización: el reconocimiento de los divorciados, de los homosexuales y de los derechos de los migrantes sin patria. ¿De qué señales o vaticinios es portador el cardenal Prevost (“puesto a cargo”, en francés)?

Todo el ceremonial bellamente renacentista del cónclave en la Santa Sede, toda su armoniosa y elegante parafernalia de ancianos travestidos, es una sucesión de símbolos que hay que leer para poder comprender el vaticinio anunciado por el nuevo papa, León XIV, cuyo primer discurso se centró insistentemente en la paz. Un León pacífico. Que los cardenales hayan escogido a un papa estadounidense, pero mucho más peruano que gringo, más latinoamericano que norteamericano, es una señal a Trump y una admonición a Vance, el católico convertido. No hay cuña que más apriete que la del mismo palo. La católica es una Iglesia universal, por mucho que Vance sueñe con un catolicismo al servicio de los intereses de Estados Unidos.

Aunque el Vaticano no tenga ni una sola división, su ejército está compuesto por mil cuatrocientos millones de fieles de todas las razas y todas las lenguas, muchos más de los que se sueña Trump e incluso Xi Jinping. Y las lenguas en que se expresó el Papa en su primer discurso fueron solo tres: el latín, como una venia a la tradición de la iglesia y a la lengua oficial del Vaticano; el italiano, porque el Papa en principio es tan solo el obispo de Roma; y el español, porque es la lengua de los emigrantes más pobres a su país de origen, Estados Unidos, y es sobre todo contra ellos que se ha ensañado la xenofobia de Trump y su vice. Trump prohibió el español en las páginas oficiales de Estados Unidos; el Papa en su discurso inaugural no dijo ni una palabra en inglés, su lengua materna. ¡En tu cara, Trump!

Escritor y periodista colombiano; autor, entre otros libros, de El olvido que seremos

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