Hace diez años, Lucía Zegarra-Ballón se mudó de Arequipa, su ciudad natal en Perú, a Lima para vivir en una casa de formación religiosa y convertirse en monja. Sin embargo, el plan no salió como esperaba. Después de pasar seis meses allí y sufrir lo que hoy reconoce como abuso psicológico, recibió un diagnóstico médico que le advertía sobre los peligros de continuar en ese entorno de sometimiento. Y entonces huyó. No solo abandonó los hábitos, sino que dejó de creer en Dios y en la Iglesia.
Esa fue la historia que Lucía le contó en primera persona al papa Francisco, de cuya muerte se cumple hoy un mes, durante la grabación del documental Amén, Francisco responde. En él, diez jóvenes —entre ellos, la argentina Milagros Acosta— conversaron con el pontífice sobre distintos temas controversiales para la Iglesia, como el aborto, los abusos y la pornografía, entre otros.
“Soy Lucía, tengo 25 años y fui monja hace algunos años. Viví en una casa de formación en la que se me prohibió ver a mi familia, comunicarme con personas, mis mensajes y mails eran monitoreados, no podía salir de la casa, no tenía acceso a información”, dijo Zegarra-Ballón en el incómodo documental. Y le preguntó al Papa: “Una vez que salí de la Iglesia encontré el amor de forma más auténtica, por lo que desde entonces siempre me he preguntado, ¿qué es el amor para la Iglesia?”.
LA NACION conversó con la joven, que hoy tiene 28 años y es psicóloga, sobre su historia, su vínculo con la Iglesia, sus recuerdos de Francisco y la elección como nuevo Papa de León XIV, quien trabajó durante años en Perú y tiene a buena parte de la sociedad de ese país revolucionada por la noticia.
–¿Cómo fue tu llegada a la iglesia y cómo llegaste a iniciar el camino para ser monja?
–Crecí en una familia católica, entonces ir a misa y rezar fue algo muy cotidiano cuando era chica. También solíamos ir a visitar comunidades en las afueras de Arequipa para llevar eso que se nombra como “ayuda” desde los entornos católicos. A mis 15 años empecé a tener cuestionamientos existenciales que me llevaron a buscar un lugar donde pudiese conectar con algún tipo de trascendencia y así llegué a un movimiento laical que hacía “ayuda social”. Recuerdo que fui a una de las jornadas y, al volver, me sentí terrible por no haber conectado con nada. Al año siguiente me tocó hacer la confirmación con el grupo de consagrados que dirigían el movimiento laical. Me quedaba sentada en la capilla largos ratos, empecé a leer. Fue un proceso muy contemplativo. Mi capacidad de sorpresa se volvió más profunda. Eventualmente, me ficharon. Fui guía al año siguiente y conocí la dinámica de la organización: identificar a quien parece ser “especial” y prácticamente acosar a la persona hasta que caiga. Las monjas empezaron a buscarme para conversar, para que les cuente mi vida íntima, me enviaban cartas, me invitaban a hacer pijamadas… Como mis amigas empezaron a acercarse, yo también lo hice. Hubo una monja en particular que luego se convirtió en mi guía espiritual y creo que en ese momento todo se desvirtuó, porque mi genuino interés en la espiritualidad pasó a enfocarse en las formas más que en el fondo. Así llegué a ir a misa diaria, rezar el Ángelus dos veces al día, confesiones semanales, horas santas, guiamiento espiritual semanal, la monja me enviaba mensajes de texto en horario de clases para preguntarme qué estaba haciendo, qué me decía la conciencia. Cuando viajaba, me enviaba correos en la madrugada. Se volvió una tortura de cierta forma, pero en ese momento yo pensaba que así debía ser: que Dios me estaba purificando. Y así me pasó, confundí mi curiosidad, mis deseos de conectar con la vida, mi gusto por la soledad por “vocación”. Llegado el día, regalé todas mis cosas, dejé mi casa, mi familia y mi ciudad, y me metí al convento pensando que encontraría ahí el amor.
–¿Cuánto tiempo viviste allí y cómo eran los días?
–No llegué a estar ni seis meses. Ingresé un 21 de noviembre, en un período de producción de galletas navideñas, que era como un ingreso importante para ellas. No tuve tiempo ni de darme cuenta de lo que estaba pasando, porque en ese período el día empezaba a las 4 am y en silencio se trabajaba durante largas horas. No se hacía mucho más que eso, rezar y escuchar misa. Luego llegaron Navidad, Año Nuevo, y tras las vacaciones entraron nuevas monjas y empezó a haber un horario. Cada quien tenía asignada alguna responsabilidad. Yo era campanera y adjunta de cocina. Me tomé mis tareas como enviadas por el mismo Dios. Era recontra diligente. La rutina era básicamente levantarse a las 5 am, bañarse, limpiar el cuarto, escuchar misa, rezar, desayunar, una que otra clase de redacción o algún asunto superbásico y ya. Era una rutina bastante normal. Pero claro, la puerta de la casa estaba permanentemente cerrada con candado, estaba prohibido compartir temas personales con alguien que no fuese la superiora, se veía a las familias un almuerzo cada tres meses, los correos y llamadas que se enviaban quincenalmente eran todos revisados por la encargada de disciplina y, entre otras sutilezas propias de una secta, hicieron de esa estadía un proceso de ir apagándome.
–¿Por qué decidiste irte?
–Una visita al médico me empujó a irme de manera casi abrupta. Empecé a enfermarme constantemente, a tener sangrados espontáneos, a estar totalmente fatigada y mareada, y cada vez podía hacer menos actividades. Me la pasaba sentada mirando cómo las demás jugaban vóley o conversaban en la cocina. Ahora sé que estaba disociada y deprimida. Llegué al punto de estar suicida y pedir socorro a la superiora, y que ella me culpara a mí porque “era pecado pensar de esa manera”. Como dato extra, esa monja es psicóloga. El trato era deshumanizante y la única manera de mantenerse ahí es alienándose y desconectándose de una misma. Mi cuerpo le hizo batalla a ese proceso y, cuando pedí que me llevaran al médico porque no me sentía bien, me hicieron esperar dos semanas. Era Semana Santa. Finalmente mi mamá intervino y exigió que me llevaran, incluso se apareció en el consultorio del médico. Así es ella: poderosa. Los exámenes salieron pocas horas después y los recibí sentada frente al médico con mi mamá a un costado y una monja nerviosa al otro. El médico me dijo que tenía que salir de ahí. Nunca olvidaré que la monja, sin siquiera preguntarme, insistió al médico en que debía haber alguna otra manera de gestionar la situación. Él le dijo que seguramente, pero que las responsables de lo que a mí me pasara serían ellas y ahí cambió el cuento. Volvimos a la casa de formación y todo sucedió muy rápido. Me aislaron para poder “rezar”. Yo estaba resignada a que “debía hacer lo que Dios quisiera”. Mi mamá se apareció en la casa al día siguiente a recordarme que Dios no estaba solo en esa casa y que era mi responsabilidad cuidarme. Salí con la bendición de la superiora, orquestada con el llanto de varias hermanas y con la promesa de volver luego de terminar mi tratamiento. Felizmente no volví y tuve la posibilidad de nombrar lo que sucedió. Quedarme con lo aprendido y sujetarme fuerte de mí misma para nunca más permitir que me rompan para controlarme.
–¿Alguien se acercó a pedirte perdón, ofrecerte contención, preguntarte qué pasó, cómo estabas?
–Inicialmente hubo un respaldo, pero cuando empezaron a ver la seriedad de lo que me pasaba fueron desapareciendo. A la monja que siempre me había acompañado la mandaron fuera del país. Yo lo sentí como un movimiento para dejarme sola. Ahí dije “Creo que este no es mi lugar” y dejé de formar parte de los movimientos católicos.
–¿Cómo viviste la participación en el documental Amén, Francisco responde?
–Quisiera decirte que lo disfruté, que recuerdo cada detalle, pero la verdad es que ocurrió en un momento de mi vida en el que empezaba a atravesar una situación muy violenta, entonces recuerdo más eso. Como psicóloga, había acompañado a algunas personas a denunciar violencia de género y la persona denunciada decidió perseguirnos a una de las denunciantes y a mí por haber sido vocal con el tema. Por eso recuerdo con especial nitidez el momento en el que luego de que Juan Cuatrecasas, uno de los jóvenes participantes del documental, compartiera su testimonio sobre abuso sexual dentro de un colegio católico, Francisco le agradeció “la valentía de denunciar”. Sí tenía en claro que mi participación iba a ser algo importante para muchas personas que no sabían cómo nombrar algo tan confuso y sutil como es el abuso psicológico, y por eso estaba convencida de hacerlo.
–¿Te satisficieron las respuestas de Francisco?
–Honestamente, no. A nivel personal, sabía que iban a ser insuficientes. Francisco representó a una de las instituciones más violentas que ha pisado la faz de la tierra y yo la conocí muy bien, vivencialmente y por lo mucho que pasé leyendo sobre ella también. Entonces, sabía quién estaba al frente mío. Me parecieron lindas sus palabras, pero lamentablemente las palabras lindas no son suficientes para hacer frente a la violencia.
–¿Qué sentiste al enterarte de su fallecimiento?
–Me dio mucha pena. Una semana antes se había firmado el decreto de disolución definitiva del Sodalicio, una secta mafiosa investigada por abusos sexuales, físicos y psicológicos en Perú. Habían pasado muchos años desde que empezaron las denuncias, las investigaciones y finalmente llegó el día. Yo conozco personalmente a algunas de las personas que han dedicado sus vidas a denunciarlos, a hacerles frente, y era imposible no emocionarse al verles tan contentos y satisfechos. También sabía que Francisco había denunciado el genocidio en Gaza y me pareció algo importante y valiente. Imposible no sentir su pérdida.
–Con respecto a la elección de León XIV, quien estuvo tantos años en Perú, como nuevo Papa, ¿qué pensás? ¿Lo conociste?
–No lo conocí personalmente, pero he escuchado cosas buenas de él. Lo he visto en fotos montando a caballo en Apurímac, en Chiclayo, caminando con botas de goma en medio de las inundaciones, y no te puedo negar que es impresionante que ahora esté ocupando el lugar que está ocupando. Confío en que pueda continuar el camino de hacer de la Iglesia y del mundo un lugar más amable y habitable para todas las personas.
–¿Qué se dice y qué se siente en Perú sobre él?
–El día que se presentó, salí a caminar por las calles de Urubamba, el pueblo en el que vivo, y no había lugar en el que no se estuvieran escuchando entrevistas sobre personas que narraban sus experiencias con él, jurando que lo conocían, que era el padrino de su hijo, era increíble. Más allá de hoy no tener interés en pertenecer a la Iglesia, me emocionó ver que tantas personas para quienes la religión ocupa un lugar importante en sus vidas, podían verse representadas en una Iglesia que ha sido un espacio tan lejano para la mayoría de las comunidades.