Cuando la política define mal sus fines, no hay medio que la legitime.
Eso está pasando hoy en este dramático conflicto del Medio Oriente, donde se advierten esfuerzos desencontrados con sus propósitos, que logran el efecto contrario al buscado.
¿Cómo pueden Francia o Inglaterra reconocer el Estado palestino sin la condición elemental de que Hamás entregue a los rehenes?
Al hacerlo, no están reconociendo un Estado, sino a una organización terrorista que desencadenó toda esta cruenta confrontación el 7 de octubre de 2023 al perpetrar una de las agresiones más crueles de que se tenga noticia. Además de matar a 1191 israelíes, incluso en un festival de música juvenil, se hizo dueña de la paz y la guerra al retener 251 rehenes. Bastaba –hasta hoy– liberarlos para que la violencia cese e Israel pierda el derecho a su legítima defensa. Fría y calculadamente han ido transando con cuentagotas un rehén por diez o veinte palestinos, para mantener vivo el conflicto. Hoy retienen todavía 48 personas, no se sabe cuántas de ellas muertas.
De ese modo, lograron que la condición de víctima pasara del campo judío al palestino. Y como en nuestro mundo toda víctima tiene razón por el solo hecho de serlo, tal cual lo ha expresado Daniele Giglioli en su lúcido ensayo sobre el tema, los rayos y las centellas han caído del lado de Israel, obligándolo a librar una lucha cuerpo a cuerpo penosa y sangrienta, que lo ha herido moralmente.
Todo el peso del aluvión de Estados que en Naciones Unidas legitima el Estado palestino y reclama a Israel un cese del fuego debía dirigirse, precisamente, al lugar donde está el núcleo actual del conflicto, o sea, los rehenes. Sin embargo, no se hace.
Personalmente, no daba crédito cuando escuché al rey de Jordania, Abdalá II, en Naciones Unidas esta semana, diciendo que hace 80 años estamos esperando una solución para los palestinos. Y repetía: “¿Hasta cuándo?”. Se olvidaba de que su bisabuelo, el rey Abdalá I, en 1948 había rechazado la solución de creación del Estado palestino y, junto a otros tres Estados, se lanzó sobre el incipiente Israel para impedir que renaciera sobre las cenizas del Holocausto. La misma resolución creaba los dos Estados. Como no aceptaban la existencia de un Estado judío –tal cual lo sigue diciendo hoy Hamás– rechazaron ese camino, que nos habría evitado tanta sangre derramada y tantos dolores sufridos.
El resultado de ese rechazo fue el traslado de medio pueblo palestino hacia Estados vecinos, entre otros Jordania. Y allí nos chocamos con otro gigantesco olvido: la matanza que, en 1970, bajo el reinado de su padre Hussein I, perpetró Jordania con los palestinos que entonces lideraba Arafat y que quería expulsar de su país a cualquier precio. El llamado “Septiembre negro” de Jordania está inscripto entre las peores represalias que se recuerdan. No se sabe bien cuánta gente murió, pero fueron miles. ¿Cómo se puede hablar, entonces, con esa impunidad moral?
Si nos vamos a nuestro campo, el de la existencia de Israel, que es el de los valores de Occidente, el de la libertad, el de la democracia, nos encontramos también con una incongruencia, que es la negación por el primer ministro Netanyahu del derecho a la existencia de un Estado palestino. En lo personal llevamos ya una larga vida luchando por Israel no solo por él mismo, sino por lo que representa para nuestra civilización occidental. Por eso no podemos aceptar en silencio esa negación cuando desde 1948 bregamos para que ese pueblo palestino se asiente y tenga su Estado.
El peso del apoyo que los EE.UU. dan a Israel debiera conllevar también una condición: la de reconocer que haya un Estado palestino y no seguir poblando Cisjordania para hacerlo imposible. Naturalmente, ese Estado no puede ser gobernado por Hamas, y quienes hoy contribuyen con fondos para comprar armas deberían volcarlos en el proceso de reconstrucción. Fue lo que no hicieron en 2005, cuando Israel salió de la Franja de Gaza y el mundo entero confió en que la Autoridad Palestina conduciría un virtuoso proceso de inversiones sobre esas arenas que dan al mar Mediterráneo.
Con los rehenes en su poder, Hamas tiene la llave de la paz. Nadie puede pedirle a un gobierno democrático que abandone a su gente.
Repoblando Cisjordania, Netanyahu está haciendo imposible la posguerra, en la que tenemos que estar pensando más que nunca: después del cese del fuego, ¿qué?
Mientras tanto, miles y miles de jóvenes occidentales, al amparo de las libertades que movimientos como Hamas desconocen, manifiestan en su favor. Las banderas palestinas ondean en Londres y París. Los que las enarbolan no podrían vivir un mes en un Estado gobernado por el clericalismo musulmán. Las mujeres, ni un día. Sin embargo, allí marchan sintiéndose progresistas, liberadores, revolucionarios…
Hay que detener la crueldad de la guerra. Sus víctimas conmueven. Eso sí, no confundamos la identidad de los victimarios: los que cometieron la masacre del 7 de octubre. Los que mandan en Gaza por la fuerza de los hechos. Los que siguen secuestrando rehenes. Los que no ofrecen futuro, sino oscurantismo. Dogma y no libertad. Violencia y no paz.
Más allá de discursos en el gran escenario, se reclaman hechos. Liberar a los rehenes. Terminar la hipocresía de financiar terroristas. Darles un asiento a los palestinos. Asegurarles las fronteras a Israel para que su solitaria democracia siga su curso.
Jerusalén, Atenas y Roma son nuestra civilización. No lo olvidemos.