Por un embotellamiento interminable en la autopista A9, casi me pierdo aquel concierto histórico. Viajaba contrarreloj de Berlín a Weimar. Era el año 2000 y Daniel Barenboim presentaba desde la cuna del Clasicismo alemán –la apacible ciudad de Schiller y Goethe, de los poetas, dramaturgos y filósofos–, un proyecto que había suscitado la atención de la prensa el año anterior, pero que en el cambio de milenio, prometía su continuidad. Una continuidad a largo plazo que acaba de cumplir un cuarto de siglo. Esa formación única que en 1999 había creado un taller de trabajo musical y reflexión en el marco de la Capital Europea de la Cultura, se convertía en un organismo estable de características sin precedentes: la Orquesta del West-Eastern Divan.
¿Borges fue o sería libertario?
Nada ha cambiado desde entonces en Medio Oriente, en el conflicto que dio origen a esta iniciativa fundada por Barenboim junto al académico, literato e intelectual palestino Edward Said. Hoy, mientras redacto una entrevista con Michael Barenboim (hijo menor del maestro) sobre la llegada a la Argentina del Ensemble del Divan, recordando aquel esperanzado debut en Weimar, cuando se sumó al conjunto siendo un muchacho de apenas quince años, leo más noticias sobre la crisis humanitaria en Gaza. Nada ha cambiado al respecto. Muy por el contrario.
Lo que sí ha evolucionado para asombro y admiración de quienes seguimos esta empresa desde el inicio, es la expansión, la importancia, la profundidad, la magnitud y hasta la belleza de la idea cristalizada no sólo en una orquesta de primer orden, “un oasis” como la llamó Barenboim, donde los jóvenes que se sienten preparados para el contacto con “el otro”, con el enemigo aparentemente irreconciliable, pueden encontrar ese don común que es la música y desarrollarlo juntos. Sino más allá todavía en la noción del largo plazo: una academia de altos estudios en música y humanidades con rango universitario que celebra su primera década de vida, la Barenboim-Said-Akademie. Y una sala de conciertos fabulosa: la Pierre-Boulez-Saal, concebida según el ideal que compartían los músicos con cuyos nombres han sido bautizadas sendas instituciones, un ideal acústico y social del que surgió como síntesis estética el elegante e innovador diseño oval del famoso arquitecto Frank Gehry.
Pero volviendo al entusiasmo del comienzo, a la Weimar de Goethe, el humanista, el autor del poema del West-östlicher Divan, y a la Weimar de la orquesta, de los jóvenes árabes y judíos, de Barenboim y Said, cito una reflexión del maestro que advierte que, aunque sea el más noble de los propósitos, la música no puede traer la paz. “¡Miren el conflicto Israel-Palestina! Los palestinos necesitan justicia. Los israelíes necesitan seguridad –dice en un documental de la televisión alemana, resumiendo décadas de guerras en una sola línea–. Pero la música no puede darles eso –aclara con honestidad respecto de los alcances de su trabajo y poniendo a su vez el peso de la responsabilidad por la paz en el lugar que cabe–. El Divan no es un proyecto para la paz –insiste–. Puede mostrar en la escala pequeña de una orquesta sinfónica, cómo los seres humanos logran entenderse. Pero no puede hacer más allá porque la música es un universo en sí. Si solo encontrara admiradores de un lado o del otro del conflicto, estaría preocupándome. Sin embargo, tengo la impresión de que existe el mismo número de gente en Israel y en Palestina que es entusiasta del Divan. Por eso pienso que algo debemos estar haciendo bien.”
El lunes el Teatro Colón presentará un concierto del Ensemble del Divan. Tocarán piezas de cámara de Beethoven y Schubert. “Beethoven –no porque sí, explica Barenboim– fue un compositor que escribió con mucho detalle lo que quería en su música, de modo que se necesita un esfuerzo grande para llegar a través de esos detalles a la gran obra, a ese mensaje, que es también humano, de coraje y sinceridad.”