Un país que muestra la pobreza extrema en infraestructura y que no soporta la lluvia, el frío o el calor

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No hay maquillaje que pueda esconder la pobreza extrema que muestra la infraestructura de la Argentina cada vez que sucede alguna externalidad. Llegaron tiempos críticos no solo para el sistema energético. Si hace frío, se corta el gas; si hace calor, la electricidad. Si llueve, hay inundaciones; si el Estado no pone la plata, no hay colectivos y si hay una falla humana, chocan los trenes producto de la desinversión en sistemas de emergencias para menguar el riesgo. Una cosa más, si cualquier automovilista que circula por una ruta hace un mal cálculo de sobrepaso, hay choques de frente, tragedia y muerte.

Así vive la Argentina actual. Y lo que es peor, así vivirá por unos largos años más. El parque de infraestructura está destrozado, en cualquier lugar donde se lo mida. Cada cual tendrá su propia experiencia para pensar qué obra cercana se debería haber hecho hace décadas y aún está pensar qué obra cercana se debería haber hecho hace décadas y aún está sin miras de realizarse.

La obra pública, ahora quieta y diabolizada, fue antes la cuna de la corrupción. Desde allí se financió la industria política argentina. La vida de ricos con sueldos formales e ingresos millonarios vino con los contratos del Estado.

El kirchnerismo fue el padre del sistema que, a poco más de 20 años de haber sido instaurado, se lleva a diario las vidas y las ilusiones de argentinos de a pie. No hay cloacas, no hay agua potable y se trata una porción ínfima de las aguas servidas que se generan en el país.

Las rutas expresan una decadencia impactante en una argentina corrompida e ineficiente. Al tiempo que la gente muere en la ruta como moscas, en tribunales se prepara el juicio de corrupción más importante de la historia. Allí, 170 mal llamados empresarios -son apenas dueños de empresas-, exfuncionarios, prestanombres, lobistas y financistas empezarán a ser juzgados en el caso cuadernos. Se los acusa de haberse corrompido a cambio de hacerse ricos, ellos y los funcionarios que les facilitaron los contratos. A veces hicieron la obra; otras tantas, ni la iniciaron. Pero cobraron, sonrieron y se sacaron fotos con los anuncios.

la semana pasada, violento choque entre un camión y un colectivo en la ruta 3

Es posible que nadie se sienta responsable de la tragedia de la infraestructura argentina. La multitud de corruptos ayuda para difuminar culpas.

Tan alevosa fue la despiadada corrupción de aquellos años de kirchnerismo que hasta dieron por tierra una sentencia que se hizo carne en la resignación del argentino medio: “Roban, pero hacen”, se repetía. Pero resulta que después de tanto tiempo, hasta eso se reescribió. Robaron y no hicieron.

Las cámaras de televisión llegan a las emergencias cada vez que suceden. Muestran siempre la peor arista de la infraestructura criolla. Caras curtidas, argentinas, exhiben la precariedad del país del siglo XXI. Cuentan del esfuerzo de su vida que flota en las aguas de la desidia.

El agua bajará irremediable y llegará el Estado, tarde y mal. En ese momento, surge la chequera de fondos públicos y empieza el reparto de algunos subsidios, siempre con cara de circunstancia del funcionario de turno. Años de esta dinámica inocularon al argentino. La anestesia sobre el deterioro de la infraestructura es absoluta.

El kirchnerismo, como se dijo, hizo de la obra pública la caja de la política. Ese esquema ya se empezó a juzgar, por caso con la causa Vialidad, y en noviembre tendrá un nuevo capítulo con cuadernos. Se acusa a varios actores de aquel elenco de corrupción, y hasta de asociación ilícita a la expresidenta Cristina Kirchner.

Una aclaración, Néstor Kirchner estaría también entre los que deberían dar cuenta de la supuesta banda delictiva que se beneficiaba con la obra pública. Pero la Argentina es particular, y bautizó los pocos proyectos que se hicieron y se construyen con el nombre del expresidente.

El macrismo hizo algunas obras importantes, en tiempo y forma, y no arrastran grandes causas por aquellos proyectos. En Puente Pacífico se andaba en canoa cuando llovía y había decenas de pasos a nivel que cortaban la Ciudad cada vez que un tren pasaba. La obra pública revirtió esos paisajes. En la Nación, el tiempo fue escaso porque en el último de su gestión el ajuste paralizó todos los proyectos. Las rutas y parte de la infraestructura de distribución de electricidad se beneficiaron de la impronta en los primeros años de gestión.

La presidencia de Alberto Fernández fue un fallido que ni merece que el lector pierda su tiempo en alguna consideración sobre esos años. La obra pública de entonces, comandada por Gabriel Katopodis, fue municipal. Se trató de un intendente a caro de los proyectos nacionales. Cordón cuneta, salones de usos múltiples o mejoras barriales se decidían en la Nación. Hace no tanto tiempo esos proyectos eran entretenimientos de los intendentes.

El entonces presidente, Alberto Fernández, junto a los minsitros Lammens, Manzut y Katopodis, en una inauguración del Hotel 6 de la Unidad Turística Chapadmalal, en 2022

Javier Milei demoniza la obra pública al punto que la cortó casi a cero. Esa medida es, además, parte del ajuste. Quedaron en ejecución un puñado de proyectos que por el grado de avance se decidieron mantener financiados. El resto se paró.

El Presidente sabe perfectamente que no hay desarrollo sin infraestructura. Pretende que sea el privado el que la realice, la financie y la explote. Es probable que sea el esquema ideal para un país que se decida concentrarse en temas importantes como educación, salud, justicia o seguridad, por citar algunas cuestiones.

Pero, sabido es que el sector privado llegará al lugar donde haya rentabilidad que pueda repagar el desembolso. Para el resto, en todos los países del planeta, tuvo que intervenir el Estado. Y en la mayoría de ellos lo hizo con eficiencia y trasparencia. Se puede hacer y no robar.

Así las cosas, la Argentina espera su próxima incidencia para ver el esqueleto de la infraestructura. La reversión del deterioro será larga y, por ahora, muy incierta ya que no existe un panorama claro de cómo se avanzará en áreas claves, como por caso, el sistema vial.

En septiembre de 2011, pocos meses antes de que la tragedia de Once, este cronista escribí este párrafo cuando una formación arrolló un colectivo en Flores. “Sólo es cuestión de sentarse en el andén a esperar que los accidentes se sucedan. Sólo eso. El tiempo, las causalidades, los errores humanos o las fallas mecánicas pondrán el condimento que falta para desatar las tragedias en los trenes y mostrar con palmaria crudeza el lamentable estado de la infraestructura ferroviaria”, se publicó en LA NACION. Seis meses después, 51 vidas quedaron en un andén. Fue en Once, pero a diario puede ser en cualquier rincón de la Argentina, un país con la infraestructura destrozada.

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