Una tarde cualquiera de diciembre, la trastienda se llenaba de cintas y papeles de colores. María, todavía una nena, armaba moños para los paquetes que en pocos días se amontonarían en el mostrador. Afuera, los vecinos hacían cola para llevarse lo que fuera necesario: una pava, un par de zapatillas, un juguete de última hora. Adentro, la familia entera —los nonos, el tío, las hermanas— trabajaba como si ensayaran una coreografía repetida cada fin de año. El aire tenía olor a madera, a tabaco, a pan fresco. Y, sobre todo, a confianza: esa libreta interminable donde Don Sergio anotaba lo que los vecinos se llevaban fiado, convencido de que algún día volverían a saldar la cuenta.
Durante décadas, el almacén de ramos generales fue el corazón del barrio. Pero el tiempo siguió su curso: los nonos murieron, el tío se hizo cargo un tiempo del negocio y finalmente decidió cerrarlo en 2021, antes de mudarse a Cariló. Las persianas bajaron y el silencio se instaló en esa casa que Don Sergio había levantado con sus propias manos, piedra sobre piedra, durante once años. Quedó vacía, con las paredes despintadas y los estantes convertidos en polvo.
Hasta que María —diseñadora de indumentaria— decidió usar el espacio como taller. El sonido de la máquina de coser y el roce de las telas apenas alcanzaban a cubrir el murmullo de las historias que traían los vecinos. “Todo el tiempo pasaba alguien con una anécdota distinta —cuenta—. Me di cuenta de que el barrio no los había olvidado, que la magia que ellos habían construido con su generosidad y su servicio seguía viva.”
Fue entonces, junto a su compañero, Martín Gianella, que entendieron que ese lugar tenía que volver a respirar. “Cada vez que queríamos comer o tomar algo rico teníamos que agarrar el auto e irnos a otro lado —dice María—. No había una cafetería con pastelería de especialidad fresca, todo estaba pensado para el turismo de paso. Sentíamos que faltaba algo del barrio, un espacio pensado para la comunidad que vive acá todos los días, no solo los fines de semana.”
De esa intuición compartida nació Sole di Parma, una pasticceria y focacceria que honra el legado familiar y, al mismo tiempo, lo reinterpreta. En la misma casa donde sus abuelos atendieron a generaciones de vecinos, hoy la cocina está a la vista: un escenario luminoso donde se amasan focaccias con fermentación de 24 horas, se arman sándwiches con pastrami casero, se doran arancini sicilianos y se preparan postres que viajan de Roma a Nápoles.
El mobiliario conserva algo del espíritu hogareño: madera clara, luz natural, la sensación de estar entrando en una casa más que en un local. Afuera, las mesas en la vereda devuelven la postal de un barrio que se reconoce. “Queríamos un lugar donde el tiempo se detuviera un poco, donde la gente pudiera sentarse, conversar, mirar —explica Martín—. Hay una necesidad de encuentro que en las ciudades se fue perdiendo.”
La carta, como el proyecto, está atravesada por la herencia y la búsqueda. Las focaccias “al corte” combinan masa madre, textura crocante y coberturas originales: pomodoro con mozzarella y pesto, pera confitada con queso azul y nueces, o verduras asadas con mozzarella. Los antipasti rescatan la cocina del sur italiano —los arancini, los involtini de berenjena, las conservas caseras— mientras que los postres recrean sabores de la península: los maritozzi romanos, la torta Spritz con naranja y Aperol, la spumoni napolitana y, por supuesto, la ciambella de la nonna Violanta, húmeda y perfumada, con queso crema, aceite, limón y arándanos.
“Ver en el mostrador cosas que mi nonna cocinaba de chica es un placer para mí —dice María—. Y ver a mi mamá entrar con sus amigas y mostrarles orgullosa el local que construyeron mis abuelos es una alegría enorme.”
Esa continuidad, sin embargo, no fue automática. Muchas recetas no quedaron escritas y volver a dar con sus sabores implicó un trabajo de memoria sensorial. “Un día hicimos un evento con la lasagna de la nonna y al chef le tuvimos que corregir tantas cosas que ya nos daba vergüenza —se ríe María—. Pero fue un proceso hermoso: nos obligó a recordar con el cuerpo.”
El día de la inauguración selló el sentido profundo del proyecto. La Sociedad Italiana de Tigre se acercó con banderas y abrazos, y decenas de vecinos entraron a compartir recuerdos. Algunos contaban cómo los nonos los habían ayudado en tiempos difíciles, cuando fiaban sin reclamar. Otros hablaban del trato amable, de la calidez cotidiana. “Nos emocionó hasta las lágrimas —dice Martín—. Era como si el barrio entero hubiera estado esperando que las puertas se volvieran a abrir.”
La tradición, en este caso, no es una carga sino una brújula. Marca valores —el trabajo, la honestidad, la hospitalidad— y, al mismo tiempo, convive con una mirada contemporánea. En el barrio ya viven nuevas generaciones: hijos y nietos de aquellos clientes de los 50 se mezclan con familias jóvenes que buscan un ritmo más sereno. Sole di Parma los reúne bajo un mismo techo. “No queremos seguir modas porque pueden ser redituables, pero tienen patas cortas —dice María—. Preferimos crear nuestros propios eventos y nuestra forma de hacer las cosas.”
Esa fidelidad a lo propio se traduce también en la manera de producir. Nada se cocina de espaldas: la cocina a la vista permite que los clientes vean cómo se amasa, se hornea, se sirve. “La gente ve que cuando algo se acaba, se acabó —explica Martín—. No hay stock escondido. Todo lo que ofrecemos es fresco, del día. Y eso, en un mundo de simulacros, tiene otro valor.”
En poco tiempo, el local se convirtió en un punto de encuentro. Familias, amigos, vecinos que se cruzan en la vereda y se reconocen. Un espacio donde el pasado y el presente conviven sin nostalgia, como si la historia volviera a escribirse, pero con harina en las manos. “El sentido de comunidad es muy importante para un barrio, tiene que ver con reconocernos como parte de un todo —dice María—. Amamos ser ese lugar de encuentro.”
A futuro, la pareja tiene un deseo simple: conservar lo esencial. “Queremos ser ese clásico que no cambió sus valores —dice Martín—. Que la gente nos vea crecer sin perder nuestra esencia, que nuestros hijos puedan participar si quieren, como María ayudaba a sus nonos.” Las propuestas para franquiciar la marca se repiten, pero ellos prefieren mantener el espíritu original. “Lo único, lo genuino, lo artesanal tiene un valor que no se mide en ventas, sino en el testimonio de la gente que nos visita.”
En Tigre, entre el aroma del café colombiano y las focaccias recién horneadas, Sole di Parma demuestra que una herencia puede reinventarse sin traicionarse. Que un negocio puede ser también una forma de gratitud. Y que, a veces, basta con volver a abrir una puerta para que un barrio entero vuelva a sentirse en casa.
- Sole Di Parma está ubicado en Madero 537, Tigre. IG: @solediparma. Abre de martes a domingos, de 8.30 a 20.