Una bóveda de película, ingenioso escenario para la presentación de un libro sobre robos y falsificaciones

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Historias de gente que se ha quedado atrapada en bóvedas de seguridad; tramas de película en las que héroes y villanos franquean rayos láser y sensores. Los relatos que se oyen al final de esta fría tarde de invierno entre los asistentes a la presentación del libro Traidores del arte dicen mucho sobre la ansiedad, la curiosidad y la gracia que causa estar allí, por un lado, para escuchar hablar de robos y falsificaciones –expertise de la autora, Claribel Terré Morell- y, por otro, para conocer las instalaciones de una firma de resguardo de valores que antaño pertenecieron al Banco Mercantil.

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Hasta llegar cuatro pisos por debajo del nivel de la avenida Corrientes al 600 (el segundo subsuelo estaría a la altura del túnel del subterráneo) hay que pasar un primer molinete, hacer la revisión de los documentos de identidad, someterse al detector de metales y, a partir de diferentes datos biométricos, dejarse reconocer sucesivamente por lectores de huella dactilar, faciales y de iris. Recién entonces, quien tenga una caja de tesoros, podrá sacar la llave del bolsillo.

Durante esta recorrida, las puertas de hierro se abren tras los pasos del gerente de la casa central de Ingot -en inglés quiere decir lingote-, que enseña las particularidades de este lugar donde nadie se cruza con nadie… a menos que quiera (las puertas por las que se entra no son por las que se sale, hay accesos directos desde cocheras y salas de espera privadas) y deja en manos de una especialista la visita a la bóveda de arte sobre la que, se jactan, no hay otra igual en la región.

Traidores del arte, de Claribel Terré Morell (Ópera Prima, $25.000)

Estanterías para esculturas, peines para archivar cuadros como en las reservas de los museos, cajones tipo planearas donde guardar lienzos, láminas o documentos sin dobleces. Todo está cubierto, nada a la vista. La conservadora y restauradora Carla Mazzei es la única persona que pueden entrar y salir de esa habitación de 50 metros cuadrados; por un estricto contrato de confidencialidad, es poco lo que puede contar sobre lo que se guarda dentro. Pero se sabe que actualmente protegen allí no más de cuarenta pinturas, varias esculturas y una serie de cerámicas. Aunque grandes coleccionistas e instituciones desconocen que haya un sitio de estas características, en su abanico de clientes cuentan con personas que les confían su colección completa, otras que acuden temporalmente para dejar a resguardo una pieza (por ejemplo, durante una mudanza) y quienes visitan el lugar acompañados con el posible comprador de su obra de arte para cerrar trato en un contexto seguro.

Nadie podría asegurar que hasta allí no haya llegado alguna vez un millonario encantador como Thomas Crown para depositar el botín de un robo perfecto (un Monet del MET de Nueva York se llevaba el famoso personaje en el cine). Eso pasa en las películas de acción y espionaje, respondería cualquiera que no haya leído los casos incluidos en Traidores del arte: hechos reales que muchas veces superan a los de la ficción.

En una habitación de 50 metros cuadrados, hay estanterías para esculturas,

En esta segunda edición del libro, que se consigue en librerías y tiendas de museos y centros culturales, Terré Morell sumó cuatro nuevas historias a la veintena que ya tenía investigadas (de “Verdades y mentiras de la Mona Lisa” y “Un túnel en Paraguay para robar a Tintoretto” a “Falsificaciones en América Latina” y “Extraños coleccionistas de reliquias históricas”). Las novedades del volumen ampliado pasan por un falso Picasso que aparece en una novela de Juan Carlos Onetti y obras de arte que enfrentaron a Parón y Franco, entre otras.

Si habrá tela para cortar: el tráfico ilícito de arte es el tercer delito más rentable en la región, después del de drogas y el de las armas. La autora, que hizo un curso de detective por Internet, se entrevistó con artistas, coleccionistas, policías de Interpol y ladrones de guante blanco para contar los sucesos con las herramientas del periodismo que ejerció desde mucho antes de dedicarse a la comunicación de arte. “Un archivo de crímenes de arte, que ocurrieron principalmente en América Latina y su relación con el mundo, me acompaña hace años. Son muchos libros y miles de notas que fui recortando -aún lo sigo haciendo- de diarios y revistas de países que he visitado. La costumbre la heredé de mi abuelo Nico”, revela en la nota que introduce a la edición. En definitiva, detrás de tanto delito y estafa, aparece un modesto homenaje familiar a aquel abuelo postizo que, además de heredarle su colección de revistas sobre crímenes, le enseñó a leer a la niña Claribel de 4 años, allá en Cienfuegos, Cuba.

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