Una colección de faldas permite revisitar una época e imaginar cómo era la vida de las mujeres que las usaron

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Un tesoro en su propia casa. Ese fue el hallazgo de la artista textil Mae Colburn cuando se topó con la colección de 632 polleras que su abuela materna, Audrey Huset, recolectó durante cuatro décadas, en Minneapolis, Estados Unidos.

El enorme caudal de faldas de lana, de altísima calidad, que comprende un importante porcentaje de las denominadas kilt, apareció cuando Audrey se mudó a un departamento más chico y sus hijas se encontraron con ese legado.

Luego de su muerte, en 2022, sus familiares decidieron catalogar los artículos en torno a la paleta de colores: así como, por un lado, están las rojas, por otro, las amarillas, las verdes y las azules. También hay negras, blancas y grises.

A su vez, en medio de ese reordenamiento, pudieron reconocer la variedad de tamaños, tipologías y composiciones textiles. Algunas son cortas, otras largas, están las amplias y las angostas, con más o menos tablas, en diversidad de patrones y lisas.

Y cuando la colección ya estaba organizada y registrada fotográficamente, las faldas encontraron un nuevo destino: fueron trasladadas desde el garaje de los padres de Mae, en Duluth, Minnesota, a su taller de tejido en Brooklyn, Nueva York. Ligado a ese traslado, en abril de este año, surgió la “Skirt Party” –algo así como “fiesta de polleras”– para celebrarlas.

¿Por qué Audrey las recolectó durante tanto tiempo? Dice su nieta que, si bien esta pregunta no llegó a ser respondida, recuerda que su abuela era muy hábil con la costura, le encantaba coleccionar e ir en búsqueda de estos productos de segunda mano a las tiendas de la zona. Además, al ver que la lana se iba deteriorando con los años, sintió la necesidad de conservarlas para las generaciones futuras. “Imaginó que podrían ser útiles algún día, como faldas o como tela”, indica Mae.

Pero hay algo más: su antecesora las reunió en secreto y pocas personas del entorno, incluso de su familia, sabían que las guardaba en cajas en el sótano de su casa y que las mantuvo ocultas prácticamente durante toda su vida.

“Entiendo el impulso de mi abuela de aferrarse a las faldas”, expresa. “Yo también lo siento dentro de mí”, admite, aunque reconoce que, si no las deja ir, nunca podrá experimentar de qué se trata verlas a través de los ojos de otras personas.

Y ese propósito –el de soltarlas para darles sentidos diferentes- no es algo que esté aislado, sino que puede ser explicado en el contexto de una transmisión familiar: su mamá es historiadora de la moda y fue profesora de diseño de vestuario y su papá es fotógrafo, también docente. Ambos enseñaron en la Universidad de Iowa durante tres décadas.

Al mismo tiempo, Mae no pierde de vista que, si su abuela empezó a coleccionarlas en 1960 y continuó haciéndolo hasta el 2000, esas prendas pueden ser analizadas como documentos de época. Esto permite revisitar el devenir de la lana como material, de la producción textil y de la vestimenta en los Estados Unidos.

La artista textil Mae Colburn es nieta de Audrey Huset, que coleccionó las polleras

También puede leerse en sintonía con los cambios que se dieron en la industria de la indumentaria en todo el mundo, cuando las fibras naturales pasaron a ser desplazadas por las sintéticas y por cómo se modificaron los modos producción y consumo de ropa.

Estos datos históricos que contienen intrínsecamente las polleras se suman a la perspectiva más amorosa que generan y que, en este caso, puede acercar o al menos permite imaginar cómo era la vida de las mujeres que las usaron.

Algo que se advierte a partir de las marcas que tienen las prendas: algunas están manchadas con salsa o salpicadas con barro, otras pueden haber sido quemadas con ceniza de un cigarrillo. Además de las que tienen remiendos o las que fueron transformadas a gusto y comodidad de la portadora. Se usaron para ir al trabajo, a la iglesia o a la escuela.

Sin embargo, ese componente afectivo trasciende a la familia de Mae, sobre todo al considerar el grupo de tejidos a cuadros inevitablemente referenciados en la cultura de Escocia.

Alcanza con recordar que, en la Argentina, este tipo de atuendos fueron usuales en el pasado más cercano, al ser llevadas por niñas y adolescentes en las décadas del 70 y 80. Esto se dio más allá de la tradición y de los colegios bilingües que las adoptaron como parte del uniforme escolar, ya que pasaron a ser prendas de vestir en el día a día.

Y si bien el tartán -tejido típico de Escocia- fue tendencia durante las últimas temporadas, como en la colección del irlandés Jonathan W. Anderson para su firma homónima, que contó con faldas kilt y pantalones escoceses, lo mismo para la inglesa Burberry, histórica en mostrar atavíos en esa tela, aunque vale rememorar que una de sus incursiones más antiguas en la escena fashion data de finales de los 80.

Fue Vivienne Westwood, mentora del estilo punk, la pionera en utilizar este material e incorporarlo a la vida cotidiana, como en la línea “Anglomania”, donde colaboró con la empresa escocesa Lochcarron para diseñar su propio tartán. Lo denominó MacAndreas, en honor a su esposo y socio en la firma, Andreas Kronthaler.

El diseñador Jason Rosenberg transformó la falda elegida en un manifiesto: retomó la proclama que su propia madre hizo más de 60 años en el Bronx: “Cuando un sistema empieza a decirle a la gente qué ponerse, es hora de cambiarlo”

Prendas revitalizadas

“¿Qué harás con ellas?”, le preguntaban con frecuencia a Mae desde que comenzó a mostrar la colección, y aunque todavía no tenía en claro cuál sería el uso, sí estaba segura del potencial de esas piezas. De hecho, confeccionó una lista con posibles opciones hasta que se encontró con la argentina Gimena Garmendia del estudio Sudestada, con sede en Nueva York.

Juntas, Mae y Gimena, pergeñaron la exhibición Wool Skirts (polleras de lana) que se podrá visitar entre el 16 de octubre y el 30 de noviembre en Brooklyn, con el apoyo especial de la empresa Woolmark, donde se originaron alrededor de la mitad de las polleras.

En este primer episodio de la iniciativa presentarán una cápsula de piezas que estará a la venta, curada especialmente para el encuentro y la selección de faldas que fueron intervenidas por 21 hacedores textiles de diversas procedencias. A su vez, habrá una instalación inmersiva en la que se combina el archivo completo, las intromisiones creativas y las historias detrás de cada transformación

Gimena Garmendia –quien cuenta con experiencias anteriores que vinculan arte y moda, por caso la colección limitada de overoles, pañuelos de seda y fulares en base a las obras de Marta Minujín– adelanta que este proyecto, el de las faldas de lana, no solo aborda la herencia afectiva a través de la historia personal de la abuela Audrey y su nieta Mae, sino también la innovación y el saber hacer que inspira la vestimenta vintage y de segunda mano.

A esa característica le añade el valor de la reparación, alteración y reinvención en la construcción de un guardarropas y la consideración de la lana como material superfino, durable y lujoso.

Esta propuesta, la de utilizar ropa en desuso guardada durante años, confirma cómo la escena del arte se involucra con la indumentaria más allá del hecho estético, con el propósito de recuperar y darle una nueva vida, en formatos distintos y, por ende, significados diversos.

Dice Garmendia que permite enriquecer las narrativas y resignificar cada contexto y cada cuerpo de obra, sin estar sujeto a las tendencias ni a los calendarios, se guía por otros tiempos. “La moda, en cambio, trae consigo su poder de materializar las ideas en lo cotidiano –profundiza– que las prendas se lleven puestas, se vivan, se experimenten en el día a día y proyecten nuevos futuros posibles”, sintetiza.

¿Cómo serán las piezas resignificadas? Sobresale la obra de Jason Rosenberg, quien transformó la falda elegida en un manifiesto. ¿Cómo? Al retomar la proclama que su propia madre había hecho hace más de 60 años en la escuela a la que iba en el Bronx. “Cuando un sistema empieza a decirle a la gente qué ponerse, es hora de cambiarlo”, dijo. Y esa frase de su progenitora ahora está pintada en letras doradas sobre la pollera.

Otra de las reinterpretaciones más llamativas es la trenza confeccionada con lana en variedad de colores que desarrolló Maríah Smith. Una escultura textil conformada a partir de cuatro faldas, trabajada de acuerdo con las superposiciones entre el trenzado y el tejido que, si bien pueden seguir el mismo patrón básico, son diferentes.

También se destacan los tapices de Fanny Allié y de Lorenza Lattanzi. La primera explora la relación con el mundo a través de los desechos y los elementos perdidos e ignorados, y cómo se vinculan con el cuerpo humano. La segunda rompe la estructura lineal de la tela escocesa otorgándole un nuevo movimiento al fragmento de tejido blanco y negro plasmado en la obra.

historias polleras Kilt

A su vez, la diseñadora de moda Sabine Skarule hace lo propio con prendas creadas en base a las polleras de la colección, aunque con nueva impronta y opción de uso, igual que Emma Larimer, que une dos faldas y al coserlas conforma un vestido. Y la mexicana Camila Banzo, de la firma homónima, produce una tipología novedosa a partir de la deconstrucción de una pieza roja y otra gris plagada de botones aplicados.

Además, y a tono con la época, están las de las hacedoras que ponen énfasis en la reparación, por caso los singulares remiendos de Rachel Meade Smith y la obra “Souvenir”, de Sammy Bennet. Esta última fue desarrollada en aviones, trenes y jardines durante los dos meses que el autor estuvo viajando entre Nueva York, Oaxaca, Hong Kong, Marsella y Ámsterdam.

Entre todos los trabajos se anticipa que el documental de Megumi Shauna Arai funcionará como resumen y, por qué, no como bitácora del proceso.

Y, seguramente, cuando el público pueda contemplar las polleras, incluso adquirir algunas de las que estarán a la venta en la plataforma online del estudio Sudestada, la gran pregunta a Mae será: ¿cómo hubiese reaccionado su abuela al ver el proyecto? “Ella no hizo ninguna previsión ni compartió expectativas sobre el futuro de esta colección -aclara- así que tenemos total libertad para darle forma nosotros mismos”, subraya. “Es una responsabilidad, pero también una tremenda oportunidad para experimentar, conectar y crecer”, concluye.

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