La quiero porque la quiero/ Y por eso la perdono/ No hay nada peor que un encono/ Para vivir amargao. Mucho antes de que los gurúes de la espiritualidad expressredujeran a muletilla machacona el verbo “soltar”; antes aun de que la medicina clavara el foco en los efectos nocivos de ciertas emociones sobre el estado del ánimo (y por lo tanto del cuerpo), Homero Manzi –como gran artista, antena de saberes intuitivos-, escribía estas líneas en su Milonga del 900.
Rencor, inquina, odio; facetas de un prisma oscuro con el que a veces miramos la vida.
Hace algún tiempo, la serie Feud exploró estos cauces turbios del alma humana, en dos secuencias de relaciones modélicas. En castellano feud se tradujo como enemistad; pero acaso encono –con su saña honda y punzante- sería más adecuado. Tuvo hasta ahora dos temporadas. La primera recorre el vínculo hecho de admiración callada, rivalidad y envidia que durante décadas ató las vidas de Joan Crawford y Bette Davis. La segunda revive los vaivenes tempestuosos, trufados de traiciones, complicidades, falsedades e hipocresías que unieron y desunieron a Truman Capote y sus “cisnes” (mujeres de la alta burguesía neoyorquina), y a los propios “cisnes” –harpías despiadadas, en verdad- entre sí, a lo largo de los años.
En ambos casos se trata de lazos ponzoñosos e indisolubles. Pesadas cadenas que lastran los días hasta el final, y cabe conjeturar que, de algún modo, incluso lo propician.
“Lo que pasa en la mente pasa en el cuerpo”, observa desde la disciplina médica Daniel López Rosetti. Su último libro, Recetas para vivir mejor y más tiempo, es el compendio de una serie de observaciones y estudios sobre los hábitos que cultivamos y los circuitos fisiológicos que activamos (o silenciamos) con nuestras conductas y nuestros pensamientos, muchas veces de manera automática, y que sin embargo marcan y hasta modelan (para bien o para mal) nuestro propio organismo. López Rosetti enseña con datos cómo funciona esa unidad que llama “mentecuerpo” y advierte al lector: “Un pensamiento o una emoción de orden negativo puede generar que usted manifieste una modificación, por ejemplo, en su piel, en su sistema digestivo, hormonal o neurológico”. La conclusión surge clara: “Si su mente se ocupa insistentemente en sostener pensamientos o emociones negativos estará lastimando a su cuerpo”.
En su libro, López Rosetti receta (y esto es literal, porque cada capítulo se cierra con una prescripción de su puño y letra) aquellos “medicamentos” que no se pueden comprar: “la farmacia es usted”, ilustra a su lector. Y podríamos agregar que, en los anaqueles de esa farmacia imaginaria, más allá de los consejos sobre filosofía de vida, alimentación, descanso y actividad física que el galeno propone, las palabras (las que decimos, las que nos dicen) son un fármaco fundamental, en la medida en que pueden ser pócima salvadora o mortífera.
Las palabras tienen una especie de tangibilidad inmaterial, y a quien primero tocan es a quien las expresa. Cuando las decimos, pasan por nuestra boca; tocan nuestro paladar, nuestra lengua, nuestros labios. Nos dejan el gusto –dulce o amargo, ácido o picante, agradable o repelente- de lo que significan, del sentido que les dimos en el momento en que las pronunciamos. Y eso se queda en nosotros, aunque vaya dirigido a otros. Cuando las escribimos o usamos un lenguaje de señas pasan por nuestras manos, tocan las yemas de nuestros dedos. Cuando las escuchamos penetran por el sutil laberinto del oído hasta nuestro cerebro y nuestro corazón. Como un bálsamo. O como un veneno shakespeareano.
Las palabras son una cuestión de tacto. Tacto respetuoso hacia los demás, pero primero hacia uno mismo. Conviene entonces elegirlas con cuidado, tanto las que se dicen como las que se escuchan. (Toda idea, aun para repudiarla, merece ser escuchada, pero no todas las palabras merecen serlo.)
El exquisito libro de ensayos El sentido olvidado, de Pablo Maurette nos recuerda: “Tacto en castellano viene de la voz latina tactus[…] y, aparte del contacto físico, significa prudencia. Tener tacto es saber ‘tocar’ ciertos temas con delicadeza, saber tratar a la gente de manera apropiada, comprender la situación en la que uno se encuentra y afrontarla de manera competente, teniendo en cuenta las particularidades del contexto. Tener tacto es poseer la destreza para producir un efecto real, concreto, beneficioso sobre una persona o sobre una situación. Tener tacto es saber afectar; es tocar sin contacto físico”.
Tocar implica necesariamente ser también tocado.
Mejor recordarlo cuando nos pinche la mala espina de querer hundir a otros en el fermento amargo del encono.