Había una vez, en un muy maravilloso reino llamado Manhattan, una columnista de un diario ficticio llamado The New York Star, que cada semana se colaba por la pantalla de nuestra TV por cable -¡ah, tan años 90!-. Con su microvestido rosado y sus bucles como el oro, esta mujer nos contaba en 25 minutos las correrías citadinas de cuatro treintañeras -ella incluida- y sus cavilaciones sobre el amor, los anhelos profesionales, la maternidad, las sofocantes imposiciones socioculturales que en aquel momento –spoiler alert: y aún hoy- rigen como “esperables” para los y las adultas jóvenes.
Entre cocktails -preferentemente Cosmopolitan-, cafés (mucha, mucha cafeína), bares, tiendas de moda y livings de pequeños departamentos -porque, claro, esto es Manhattan-, las cuatro amigas filosofaban como podían en cada episodio de Sex and the City y ella, la periodista del grupo, después lo ponía en palabras. Carrie Bradshaw -el personaje con el que siempre recordaremos a Sarah Jessica Parker– lo contaba bien, con estilo llano y espontáneo, y cada columna de ese diario inexistente que la empleaba fue, durante seis temporadas, un capítulo de una de las series que cambiaron la televisión.
En aquel momento, yo era una veinteañera -coincidentemente dedicada al periodismo- que vivía en los Estados Unidos, tal como Carrie, aunque en la costa opuesta. Todavía recuerdo la expectativa in crescendo que antecedía cada fin de semana, cuando HBO emitía un nuevo episodio; no tanto por el devenir de la trama, sino por el tema de conversación que suscitaría en los días siguientes, con amigos, en mi trabajo y quizás, y más importante, conmigo.
Con un cigarrillo siempre entre los dedos, la sonrisa astuta, ese collar con su nombre que se volvió un ícono instantáneo y sus perpetuas meditaciones acerca de Mr. Big (¿quién no las tuvo…?), esa Carrie que reservaba cada domingo para escribir una columna -tal como yo en este preciso momento- se hizo mi amiga. Después de todo, nos pasaban cosas similares.
Gracias a Carrie me atreví a los shorts con tacos (ah, qué tiempos dorados), pinté yo misma las paredes castigadas de mi monoambiente en Los Ángeles, me quedé en bares mucho más de la cuenta, viajé liviana, dejé a candidatos “perfectos” y me animé a algunos impresentables que me aceleraban, inexplicablemente, el corazón. También hice otras cosas, que no pienso contar acá, pero que se resumen con un enunciado: fui audaz.
Sex and the City era ficción, sí, pero también había realidad. Había mujeres que se hacían preguntas genuinas y que, si llegaban a fin de mes con poco presupuesto para salir, convocaban a una noche de póker en pantuflas; que bebían, que tenían encuentros sexuales frustrantes y otros maravillosos.
Pasó el tiempo y esa serie intrépida se convirtió, penosamente, en otra: And Just Like That…. Cuando se estrenó, en 2021, corrí a verla como quien se reencuentra con alguien entrañable, a la espera de compartir todo eso que hoy, como mujeres maduras, tendríamos para decirnos. Pero en lugar de esa colega insolente, que caminaba erguida por las calles de Nueva York, me encontré con un ser sumiso y complaciente, la criatura monstruosa de unos guionistas perversos. Con un vestuario excéntrico a toda hora, políticamente correcta, capaz de soportar la humillación de viajar horas para volver a los brazos de un viejo amor y verse obligada a dormir en una casa de huéspedes, dispuesta a esperar los tiempos ajenos y, aún peor, sorda a su propio deseo.
Nada de esta mujer que hoy soy, que hoy somos -me atrevo a hablar por muchas- se refleja en esa geisha millonaria y acobardada. Por eso, querida Carrie, en la semana en que tu historia llega a su fin, yo volví al principio. A esa primera temporada en la que todo era una promesa. Porque quiero recordarte así, en esas noches de verano, dueña de tu destino. Adiós, amiga Carrie. Sé libre. Adiós.