Sobrecarga. Concepción y dirección: Melisa Zulberti. Performers: Nora Koppel, Hernán González, Romina Alaniz, Marcelo Martínez, Alejandro Aguilar, Damián Pleitto Castillo. Composición y música en vivo: Julián Tenembaum. Diseño de luces: Pedro Pampín. Diseño de vestuario: Sofía Romero. Escenografía: Martina Nosetto. Actores en la obra audiovisual: Emilia Claudeville, Bianca Di Pasquale, Oliver Carl, Cecilia Colombo, Valentino Alonso, Magalí Iglesias Valeria, Roldán Eduardo Ibarra, Damián Pleitto Castillo. En el Centro de Experimentación del Teatro Colón (CETC). Próximas funciones: 25, 28, 29, 30 y 31 de octubre, y 1 y 2 de noviembre, a las 20. Entradas, $25.000
Nuestra opinión: muy bueno
Quien conozca el recorrido que hizo Melisa Zulberti hasta acá podrá decir que de la experiencia de Sobrecarga se sale conmocionado, reflexivo o tocado, todo menos “sorprendido” en la acepción literal del término. Porque antes que nada la nueva producción de la artista tandilense es la confirmación de un procedimiento artístico que viene de trabajos anteriores, en el que se combinan artes escénicas, audiovisuales, tecnología, música original y objetos.
Como en Sobre sí mismo o Posguerra, Sobrecarga parte de un dispositivo que expone a los cuerpos de sus intérpretes a un reto físico y mental en pos de una idea fuerza. Un concepto que enarbola y que no suelta, metáfora de este tiempo. Tal vez valga la pena recuperar aquello de “especialista en instalaciones” que escribía Sir Wayne McGregor en el texto curatorial de la Bienal de Venecia 2024 para presentar a su “elegida”. También decía que Zulberti desafía las convenciones con su obra multidimensional.

Es esa identidad potente la que coloca a la coreógrafa, directora y diseñadora industrial en uno de los pedestales más anhelados para un creador. Algunos le dicen voz propia -aunque apenas se oiga aquí una palabra, “¡dale”! y un par de gritos-, otros lo llaman estilo o sello. Zulberti sabe lo que quiere, va tras ello, es efectiva en la transmisión y, guste o no lo que tiene para decir o la forma en que lo hace, atraviesa al espectador.
La noche del estreno para público en el CETC, que comisionó esta obra escénica de sitio específico, por goteo varias personas fueron abandonando el subsuelo del teatro durante la proyección de la película que abre la función y que se extiende, puede ser, más allá de los límites (los supera o excede). No todo el mundo resiste una sobrecarga. Podrían ser, también, desprevenidos que llegaron “a ver una obra de danza en el Colón” y se encontraron en el Centro de Experimentación, sentados en el piso, frente a una pieza de impecable factura (desde la textura de la imagen hasta la potencia de la música), pero estridente para los sentidos. Ni por el tamaño ni por la proximidad la pantalla deja margen para eludir la perturbación. “Es como ver una película de Gaspar Noe”, diría después alguien a la salida. Como los participantes de esa suerte de fiesta descontrolada, violenta, rayana con el sadismo que transcurre en el film -evidentemente rodado en las entrañas del mismo teatro-, todos allí abajo tienen consigo una tarjeta de ingreso con una S espejada, en rojo eléctrico.
¿Cuánto estás dispuesto a soportar?
El pasaje de la pantalla a la escena se da con las instrucciones mal servidas de un patovica que reubica al público en torno del particular escenario donde los performers vuelven a medirse con su “hasta dónde”. El grandote cara de malo no es el único personaje que está aquí, con los pies en este subsuelo concreto, y que antes estaba allí, en la pantalla.
Una suerte de viga, a la altura del torso de dos hombres resistentes, listos para el experimento, gira a la velocidad que le imprime una atleta olímpica fuera del “ring”. Tira de la cuerda. La tensión primero está en el aire, a los minutos, en todas partes. Se puede mirar para otro lado, hacerse el distraído, o pensar por enésima vez en la “sobrecarga” (al fin y al cabo todos tienen una, en forma de tarjeta, en la cartera, en el bolsillo), que en cualquier momento la barra podría rematar con un impacto que nadie espera, pero que todos ven venir.

Como en cualquier maquinaria compleja, la obra tiene finalmente un mérito insoslayable: todos los engranajes funcionan. Si acaso ese sistema de piezas, con intérpretes admirables (imposible no dar crédito al trabajo físico descomunal de los bailarines Alejandro Aguilar y Hernán González), tiene un eje madre, tal vez ese sea la música de Julián Tenembaum, a esta altura un aliado infaltable de Zulberti.