Las universidades y los hospitales, sobre todo por la situación del Garrahan, están desde hace meses en el centro del debate. Sin embargo, parece una discusión limitada, que solo gira alrededor de salarios, condiciones gremiales y presupuestos, tres ejes que son importantes, claro, pero que dejan afuera otros que son fundamentales: la calidad, la formación, la transparencia, la eficacia. Es saludable, desde ya, que la sociedad se sensibilice ante la situación de la educación y la salud públicas, ¿pero estamos mirando esos temas en toda su dimensión y complejidad? ¿Se propone un debate profundo y con una perspectiva amplia? ¿O solo discutimos dos puntos más o dos puntos menos de presupuesto sin preguntarnos cómo se utilizan esos recursos y cuáles son los resultados prácticos?
Apenas se pone una lupa en el sistema universitario, por ejemplo, se ve que el aumento presupuestario, que fue sostenido en los últimos veinte años, no se ha traducido en una mejora de la calidad ni en mayores tasas de egreso. Entre 2012 y 2022, por caso, aumentaron un 69% las inscripciones en las universidades públicas y las graduaciones solo se incrementaron un 32%. Muchas universidades han tenido un fenomenal crecimiento en la cantidad de personal y en unidades de negocios: incorporaron desde hoteles hasta canales de televisión, sin contar las “empresas” de auditoría por las que no rinden cuentas. Sin embargo, no han mejorado la calidad de sus planteles docentes (con más dedicaciones exclusivas ni mayor número de profesores con doctorados), no han ampliado sus estructuras de investigación ni han adquirido mayor protagonismo en el sistema de desarrollos científicos ni patentes internacionales. En diez años se pasó de 46 universidades nacionales a 62, una expansión anárquica que ha llevado, por ejemplo, a que la misma carrera se dicte hasta en seis universidades con pocos kilómetros de distancia unas de otras. Es un sistema, además, que a pesar de su crecimiento exponencial genera enormes asimetrías: “produce” una superabundancia de psicólogos y abogados, pero no satisface la demanda de geólogos ni de ingenieros químicos.
¿Existe un debate que contemple estos aspectos alrededor del financiamiento universitario? Las casas de altos estudios parecen mirarse a sí mismas con perspectiva endogámica, no como parte de un sistema educativo que incluye también a los jardines de infantes, la enseñanza primaria y la secundaria. La universidad es el único eslabón del sistema capaz de generar recursos propios, a la que prácticamente no llegan, además, los sectores más postergados de la pirámide social. ¿Hay una discusión sobre equidad presupuestaria? ¿O todo es un tironeo “por la nuestra”? ¿Qué puede aportar la universidad a su propio financiamiento? ¿Debe recibir los mismos recursos una estructura académica en la que los estudiantes se gradúan en un promedio de seis años que una en la que demoran entre diez y doce años? ¿Los criterios de distribución presupuestaria deben ser meramente numéricos o incluir variables de calidad y eficiencia? Son todas preguntas que brillan por su ausencia en la discusión sobre las universidades.
¿Qué pasa cuando nos asomamos a los hospitales y al sistema de salud pública en general? Por supuesto que se encuentran salarios bajos y carencias estructurales. Pero también hay una carrera profesional que se ha desarticulado, un mecanismo de concursos atravesado por la politización y la cultura sindical, un déficit formativo que se arrastra desde la facultad, una ausencia de estímulos para la especialización y un sistema que, en general, no fomenta la actualización ni la formación de posgrado.
La Argentina es uno de los pocos países en los que el ejercicio de la medicina no exige una reválida o una recertificación que asegure la actualización y la formación continua de los profesionales. Es muy razonable, por supuesto, que se reclamen salarios y honorarios justos para los médicos, que en muchos casos se han degradado hasta niveles indignos, pero ¿no deberían demandarse también espacios y condiciones para el estudio y la capacitación? ¿No se debería exigir una mayor conexión con hospitales y universidades extranjeras para el estudio de casos y el intercambio de información? Estos aspectos aparecen por lo menos marginados del debate sobre la salud.
El escándalo que tiñó este año el examen para acceder a las residencias médicas, por los mecanismos para copiarse y cometer fraude, ocultó datos muy preocupantes: casi la cuarta parte de los médicos que rindieron la prueba obtuvieron una calificación entre mediocre y mala (menos de sesenta puntos sobre cien). Si esto ocurre en el universo de graduados que deciden formarse en una residencia de posgrado, y que se preparan especialmente para afrontar ese examen, ¿qué cabe imaginar de los que salen de la universidad con el título habilitante y empiezan a ejercer la profesión sin aspirar a una residencia? Sin embargo, está prohibido discutir el ingreso irrestricto a las facultades, que ha desvirtuado las prácticas en la carrera de Medicina y ha masificado las clases con resultados catastróficos.
Por otra parte, el médico que se recibe hoy puede quedar muy rápidamente desactualizado si no se sigue formando a un ritmo constante y permanente. Según datos que citó el profesor Roberto Borrone en un trabajo para LA NACION, mientras que en 1950 llevó alrededor de 50 años que el total de la información médica se duplicara, en 1980 se aceleró a un estimado de 7 años; en 2010, bajó a tres años y medio y en 2020 se duplicaba cada 73 días. ¿Qué garantías se le ofrecen al paciente de que el profesional que lo atiende esté debidamente actualizado? Otro debate ausente.
El de la reválida es un tema que, seguramente, excede a la profesión médica. ¿No debería plantearse con relación a los abogados y a otras profesiones que inciden directamente sobre la vida y el patrimonio de los ciudadanos? ¿No habría que discutir un examen de idoneidad profesional que complemente la certificación académica que otorga el título universitario de grado? Más preguntas para una discusión imprescindible, que, sin embargo, no está sobre la mesa.
La cultura de la evaluación se ha debilitado mucho en la Argentina, lo mismo que los mecanismos de estímulo, los cupos y la planificación. Todo el sistema de formación universitaria está atravesado por desequilibrios y distorsiones derivados de esa situación. ¿Se forma la cantidad y la calidad de médicos y de abogados que el país necesita? ¿Se conecta la oferta universitaria con la demanda de sectores claves para el desarrollo estratégico del país? ¿Carreras como la de Medicina no deberían incluir la enseñanza obligatoria de inglés para asegurar el acceso a bibliografía científica indispensable? La sola formulación de estos interrogantes genera rechazo en la corporación universitaria, donde los dogmas y el statu quo tienden a anestesiar y a descalificar el debate con prejuicios y atajos ideológicos.
En el plano de la salud, la falta de estímulos y planificación produce, entre otras consecuencias, la escasez cada vez más dramática de especialidades críticas. Faltan pediatras, terapistas y neonatólogos. No hay incentivos para que las nuevas generaciones de médicos se inclinen por especialidades que implican una alta intensidad y demanda de trabajo. En muchos hospitales, los fines de semana suelen faltar microbiólogos. Parece una carencia técnica, pero su intervención, para identificar y atacar a tiempo una bacteria o un virus es la que marca la diferencia entre la vida y la muerte. Las asociaciones médicas lo advierten desde hace mucho: hay cada vez menos especialistas para pacientes frágiles.
La falta de capacitación y profesionalismo también resiente otros eslabones cruciales del sistema: en los departamentos de enfermería o los planteles técnicos que operan las ambulancias, abundan los síntomas de deterioro formativo asociado a precariedad laboral.
Mientras tanto, la falta de evaluaciones y reválidas explicaría otro fenómeno creciente en la red hospitalaria: el aumento exponencial de médicos extranjeros. Sería muy saludable que vengan a la Argentina atraídos por la calidad del sistema y las posibilidades de desarrollo profesional. ¿Pero es esa la razón o es la baja de exigencias y de condiciones para acceder al sistema universitario y profesional? Si se miran las cifras del examen para las residencias médicas, la proporción de graduados argentinos bajó del 80% en 2018 al 67% en 2024. Y la de extranjeros subió, entre esos mismos años, del 19 al 32%. ¿Todos vienen de universidades cuya calidad está acreditada? ¿No debería exigirse un examen para revalidar el título obtenido fuera del país? Otro debate asordinado.
El Gobierno abrió la discusión sobre las universidades y el Garrahan sin brújula ni estrategia; solo con una motosierra y un pincel de brocha gorda, allí donde resultaban imprescindibles los instrumentos de precisión y la sofisticación argumental. Todo parece haber conspirado contra un debate profundo y de calidad, que ponga sobre la mesa las enormes distorsiones de sistemas públicos tan sensibles como los de salud y educación. Nunca es tarde, por supuesto, pero como en tantos otros planos, se requieren autocrítica y replanteo. Entrar a las universidades y al Garrahan con motosierra es un error tan grosero como sería aumentar los presupuestos para que todo siga igual. El debate sigue esperando mientras la degradación se acentúa.