“Veo a nuestro país con tantos recursos y me da impotencia. El hecho de tener tanto como tenemos en Argentina creo que nos juega en contra”, dice Ignacio Quesada con un dejo de tristeza.
“Andorra casi no tiene recursos naturales y te morís de frío, entonces las propias carencias te obligan a trabajar sí o sí; el resultado es una sociedad que funciona”, continúa el argentino, quien llegó por primera vez a Europa un día de junio, veinte años atrás, sin imaginar que una pequeña porción de tierra en el camino cambiaría su historia para siempre.
La entrada denegada, volver a intentar, y la aparición de un principado: “Me contaron que allí tenían un convenio con Argentina”
La llegada al viejo continente no fue suave. Apenas pisó Barcelona, Ignacio recibió un puñal inesperado, un sello con la sentencia `denegado´ en su pasaporte que lo obligó a regresar a Buenos Aires por no contar con una reserva de hotel al momento de desembarcar en España.
Como en las películas, un auto de la policía lo trasladó hasta el avión, donde durante las siguientes doce horas de vuelo trató de acomodar el impacto causado por la situación. Un tropezón no es caída, concluyó, y a la semana siguiente tomó otro vuelo hacia el Viejo Mundo, esta vez para quedarse.
Corría el año 2005 y el verano había por fin comenzado. Ignacio desembarcó en Marbella, donde tenía a su hermano y familiares, para realizar la temporada de verano como camarero, el único trabajo que pudo hacer teniendo en cuenta que había aterrizado sin papeles. Allí conoció a una pareja que lo abrió a nuevas posibilidades, entre ellas la idea de que no todo lo bueno acontecía en verano y que existía un rincón en el mundo con posibilidades de trabajo aun en las temperaturas más duras: el Principado de Andorra.
“Me contaron que allí tenían un convenio con Argentina y que podría trabajar legalmente”, rememora Ignacio, quien sin dudarlo, y junto a sus hermanastros que se sumaron a la aventura, llegó a Andorra en noviembre de 2005, cuando las temperaturas frías ya golpeaban la piel.
Un país que no parece un país: “Me sentía en un barrio cerrado”
Con apenas unos 85 mil habitantes, Ignacio sintió que había arribado a una pequeña ciudad. Y aunque sabía que se trataba de un país independiente que no pertenecía a la Unión Europea, era difícil imaginarlo como tal allí en los Pirineos, escondido entre Francia y España, y con sus casi 468 km2: “Un 0,017% del territorio argentino continental”, observa Ignacio.
Los impactos y los contrastes que sintió en comparación a su país de origen fueron fuertes. Las calles surgieron inmaculadas frente a sus ojos y la sensación de seguridad fue inmediata: “Me sentía en un `barrio cerrado´ dentro de Europa, todo prolijo, ni un papel en el piso. Nos costó acostumbrarnos a frenar en los pasos de peatones, ya que en nuestro país no lo hacíamos”, cuenta.
Consiguió empleo en el ámbito de la hospitalidad, y entre montañas y bosques, Ignacio halló una serenidad especial en la naturaleza helada. En aquellos días, en el invierno crudo, vivió tiempos inolvidables que, sin saberlo, determinarían su futuro.
El regreso y el fin de la paz: “¿Qué sentido tenía seguir trabajando en Argentina?”
A la Argentina regresó en marzo de 2006 para culminar sus estudios. El plan era quedarse, de hecho, las semanas pasaban y allí Ignacio se sentía muy bien: alquilaba junto a dos amigos una casa en Palermo y la vida parecía sonreírle.
Todo cambió cierto día cuando entraron a robarles. La sensación de bienestar se esfumó en menos de un segundo y lo primero que Ignacio sintió fue una fuerte necesidad de volver a las calles de Andorra, ese lugar donde podía caminar a cualquier hora sin tener que estar mirando a los lados. Por otro lado, soñaba con ahorrar en dólares y viajar por el mundo, y de pronto allí, en Argentina, lo sentía casi imposible.
`¿Y qué sentido tenía seguir trabajando en Argentina para volver a comprarme todo lo que me habían robado si lo más probable era que me volvieran a robar?´, se dijo durante un buen tiempo, hasta que no hubo más espacio para las elucubraciones, se despidió de su gente, le rompió el corazón a su madre, y decidió emigrar definitivamente: “Ahora que soy padre me doy cuenta de lo duro que fue para mi mamá. Sus dos hijos se habían ido lejos”.
Una oferta permanente, el lujo de compartir idioma y la calidad de vida: “En mi empresa se valora mucho la conciliación familiar”
En un comienzo, Ignacio repitió la dinámica, hizo dos temporadas de verano en Marbella, donde trabajó de marinero gracias a las enseñanzas que le había dejado su padre en la materia y navegó junto a un capitán inglés que peleó en las Malvinas y que le estampó un postit que decía `England´ sobre la isla en su pasaporte.
Durante los inviernos volvió a Andorra, ese lugar en el mundo que le quitaba el aliento por su prolijidad, sus paisajes increíbles y educación extrema: “No tan exagerado como las cosas que me contaron de Noruega, por ejemplo, donde ni te hablan en el ascensor para respetar la posibilidad de que hoy no tengas ganas de hablar con nadie, pero muy respetuosos, sí”, observa Ignacio con una sonrisa.
Y fue así como, tras dos temporadas blancas, le ofrecieron un trabajo permanente para una empresa hotelera: “Algo impactante es que te hacen un examen de salud muy completo y si tenés alguna enfermedad compleja es un impedimento para trabajar. Parece discriminación, pero cuando uno analiza que se trata de un país con apenas 82 mil habitantes, se entiende que es muy poca gente como para andar cubriendo sus enfermedades, que por otro lado, el sistema de salud pública cubre casi por completo”.
“Llevo trabajando 16 años para esta empresa”, agrega Ignacio. “El hecho de compartir el idioma (el idioma oficial es el catalán, pero gran parte de la población habla castellano) con mis compañeros de trabajo y más importante aún, compartir el mismo humor, hace que adaptarse a la cultura y a un equipo de trabajo sea mucho más fácil. Creo que es algo que afecta mucho a la hora de emigrar: sentirse comprendido”.
“La calidad de vida es muy buena, el punto débil es que hay crisis habitacional -algo que empeoró con la llegada de muchos youtubers reconocidos y deportistas de elite que eligen Andorra para vivir- y es casi imposible comprar una casa; pero, por otro lado, en mi empresa se valora mucho la conciliación familiar, a las 17 salgo del trabajo y me puedo ir a andar en bici por la montaña, hacer senderismo, nadar en un lago glacial”, continúa Ignacio, quien allí formó asimismo su familia.
“Los días de las fiestas pueden ser duros, se extraña la Navidad en Argentina, con calor y días largos, pero más allá de eso, para quien le gusta la naturaleza y los deportes, esto es un paraíso. Muchas veces dejamos a nuestro hijo con la abuela y con mi mujer nos vamos a hacer esquí de montaña. Los que venimos de países inseguros valoramos mucho la seguridad, ni hablar cuando tenemos hijos. El otro día conocí a un carnicero que contaba que en Argentina atendía detrás de unas rejas para que no le robaran”.
Los aprendizajes y una pregunta: ¿Cómo puede ser que ciudadanos de un país rico quieran venir a trabajar a uno con un clima duro y sin recursos naturales?
Ignacio observa su presente con serenidad y una sonrisa. Lo redondean las montañas, bellísimos paisajes, y una calma que disfruta con su mujer y su hijo. Veinte años pasaron desde aquel sello de denegado que le impidió ingresar a España por primera vez, una experiencia que trajo un gran aprendizaje: vale la pena volver a intentarlo. Por aquellos tiempos Europa no era su plan permanente, ni Andorra estaba en el mapa de vida que había imaginado, sin embargo, y como dijo Marco Aurelio: Lo que aparece en tu camino, se vuelve el camino.
Y por este sendero, algo llama hoy la atención de Ignacio: la cantidad de argentinos que llegan cada año para hacer temporada e incluso quedarse. Entonces, una y otra vez lo invade el mismo interrogante: ¿Cómo puede ser que ciudadanos de un país que nos han dicho toda la vida que es rico quieran venir a trabajar a un territorio con un clima duro y sin recursos naturales?
“Llegué a la conclusión de que no somos un país rico como se cree, de nada sirve tener todos los recursos naturales si el recurso humano es incapaz de gestionarlos eficientemente. ¿Cómo puede ser que seis de cada diez niños sean pobres en el `granero del mundo´? Como decía un reconocido periodista argentino, desgraciadamente apretamos el botón equivocado”, reflexiona Ignacio.
“En relación a mi experiencia, creo que todo pasa por algo”, continúa. “Cuando trabajaba de camarero, el cocinero del restaurante nos regaló un libro en inglés que se llama Death is an illusion, de Martinus Thomsen, que me voló la cabeza. En un regreso le dije a mi madre -que ya no vive- que había que traducir el libro porque su mensaje era importante y entre los dos lo hicimos. Años más tarde se publicó. Fue algo importante para mí, uno dice `fui y trabajé de mozo y no sirvió para nada´, sin embargo, un simple gesto en ese trabajo me cambió la vida e influyó en futuras elecciones”.
“Vivir en Andorra me deja muchas enseñanzas, como aprender lo importante que es el respeto al prójimo, algo tan básico como el de frenar en un paso de peatones, un indicador del nivel de civismo dentro de una sociedad, creo yo. Acá no encontrás fiesta y ruido por las noches, sino silencio, mucho respeto y naturaleza. Claro que cada uno es como es y busca cosas distintas. Mi objetivo en la vida no es ser CEO con dos mil empleados a cargo, sino tener mucho tiempo para disfrutar de los lagos, las montañas y compartirlo con mi familia”, concluye.
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