Vivienda digna: una deuda que no puede esperar

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Programa de urbanización

En Argentina, más de cinco millones de personas viven en barrios populares donde el acceso a derechos básicos como el agua potable, el saneamiento, la electricidad segura o una vivienda adecuada sigue siendo una deuda pendiente. La decisión del Gobierno de cerrar el Fondo de Integración Socio Urbana (FISU) aleja aún más a estas personas de la posibilidad de vivir en condiciones dignas. No solo hay obras paralizadas: se afecta directamente la calidad de vida, deteniendo una política pública consensuada por todo el arco político a través de una ley.

Cuando hablamos de vivienda, no nos referimos únicamente a un techo. Hablamos del espacio desde donde se construye la vida cotidiana. La casa es el lugar donde se crían hijos, se trabaja, se descansa, se estudia. Es el punto de partida para ejercer otros derechos fundamentales como la salud, la educación y el empleo. Cuando esa base falla, todo lo demás se vuelve más difícil. ¿Acaso imaginás lo que sienten cada día quienes no tienen certeza de dónde dormirán? ¿Quienes, frente a la lluvia, temen quedar bajo el agua? ¿Quienes no cuentan con cloacas o agua corriente?

El FISU fue una herramienta clave para mejorar estas condiciones. Financiaba redes de agua y cloaca, iluminación, veredas, centros comunitarios y playones deportivos. También permitía realizar mejoras dentro de las viviendas: construcción de baños, colocación de pisos, conexiones eléctricas seguras. En nuestro país, según el Censo 2022, casi ocho millones de personas viven en hogares sin pisos con revestimiento. Esta situación no solo refleja desigualdad, sino que impacta directamente en la salud y la calidad de vida.

Estudios de Hábitat para la Humanidad demuestran que, gracias a un piso de concreto, las familias reducen en un 79% sus gastos en salud, logran un 20% más de estabilidad financiera y pueden aumentar la inversión en mejoras habitacionales. Incluso mejora el entorno educativo para niños y niñas: se registran un 80% más de horas de juego dentro del hogar —esto representa dos horas más por día— y un 15% menos de ausencias escolares. En definitiva, tener un piso adecuado no solo mejora la calidad de vida, sino que favorece todos los indicadores de desarrollo económico y social.

La Secretaría de Integración Socio Urbana (SISU) ejecutó 1.277 obras de integración, construyó más de 1.500 viviendas nuevas y generó cerca de 24.000 lotes con servicios. Más de 250.000 mujeres pudieron ampliar o mejorar sus hogares a través del programa Mi Pieza, y más de 850.000 familias accedieron al Certificado de Vivienda Familiar. Estos números no son abstractos: representan derechos concretos conquistados por quienes históricamente fueron relegados. La existencia del FISU permitió también la regularización dominial de las viviendas, lo que garantiza certidumbre en la tenencia y, por ende, en la vida de las personas.

Además, al menos el 25% de las obras fueron ejecutadas por cooperativas u organizaciones de la economía popular, integradas por vecinos y vecinas de los propios barrios. Esto no solo mejora el entorno urbano: también genera empleo local, promueve la organización comunitaria y fortalece el entramado social.

La Ley de Barrios Populares (N.º 27.453/18), que dio origen al Fondo, fue impulsada y aprobada con un amplio consenso durante la gestión de Mauricio Macri, y luego continuada en la de Alberto Fernández. Ambos gobiernos comprendieron la vital importancia de hacer de esto una política de Estado, tan necesaria en nuestro país.

Sin embargo, esa continuidad hoy se ve interrumpida por la intención de cerrar el FISU, lo que implicó la paralización de más de 6.000 obras en todo el país y dejó sin respuesta a cientos de barrios que aguardaban mejoras concretas. Muchas de esas intervenciones ya estaban en marcha, con vecinos organizados, trabajo local activo y expectativas reales. Hoy, todo eso está en pausa o directamente abandonado.

Cuando hablamos de integración urbana, no nos referimos solo a infraestructura, sino al derecho a vivir en condiciones dignas y a tener un hogar. Esto no puede quedar librado al azar ni depender del mercado: es el Estado quien debe garantizarlo.

Una ciudad que fragmenta y naturaliza la precariedad habitacional es una ciudad que se rompe. Recuperar las políticas de integración no es solo una reparación necesaria: es una apuesta por una sociedad más justa, igualitaria y habitable para todos y todas.

La urbanización de los barrios populares es, y debe seguir siendo, una política de Estado. Por su escala y complejidad, requiere años de implementación, continuidad entre gestiones y sostenibilidad presupuestaria. Como toda política pública, necesita ser evaluada y perfeccionada: es legítimo discutir su funcionamiento, su eficacia y su alcance. Pero ninguna mejora puede construirse a partir del desmantelamiento del fondo que la financia.

Cerrar el FISU sería retroceder. Significa abandonar procesos en marcha y dejar sin respuesta a las familias que más lo necesitan. Y es, sobre todo, un paso atrás en el camino hacia una Argentina más equitativa.

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