Voces crispadas pero una única salida

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Cuando el voto ungió a Javier Milei como presidente de la Nación, fue para detener la caída libre de la Argentina hacia un vacío institucional y modificar, de manera radical, el rumbo impuesto por el kirchnerismo en materia económica y de seguridad.

Esa herencia debe ser recordada, una y otra vez. La carencia de moneda, el espiral inflacionario, la pobreza devastadora, la falta de inversiones, la crisis energética, la ruptura del tejido social, el ausentismo escolar, la expansión de las drogas, la violencia callejera, los conflictos familiares y, en la cima del poder, la corrupción generalizada.

Lo sorprendente fue, que tras 80 años de ignorar las bases de nuestra sabia Constitución mediante una expansión del Estado que disoció los incentivos que impulsan la prosperidad, la población fue capaz de hacer un diagnóstico correcto y reclamar, con su voto, el regreso a los principios que premian el mérito, compensan el esfuerzo y castigan los ilícitos. Sin embargo, Milei, con su estilo agresivo y desbordado, no la ha hecho fácil a quienes apoyan su programa de cambios. Sus consignas de odiar al periodismo y despreciar a los “ñoños republicanos” quizás convoquen a sus militantes, pero abren flancos innecesarios en una gesta de transformación titánica que debería ganar adeptos, no enajenarlos.

Transformar la Argentina exige reconstruir su reputación, dañada por décadas. Ello implica señales de firme convicción política de no volver atrás y recrear seguridad jurídica ante el riesgo de expropiación del ahorro, cambio de reglas de juego y múltiples formas de burlarse de quienes exponen aquí sus capitales. El reciente rechazo de la “ficha limpia” en el Senado es una señal pésima que muestra la subsistencia del mismo espíritu que aplaudió el default en 2001, que expropió las AFJP en 2008 y las acciones de YPF en 2012.

La transformación del pais es una gesta colosal pues se deben enfrentar intereses de gran magnitud, tanto en el sector estatal (nación, provincias, municipios, entes públicos), como en la órbita sindical y el sector privado. Basta levantar una baldosa, correr un telón o leer letras chicas para encontrar desvíos fabulosos de recursos hacia quienes se apropian del esfuerzo colectivo sin crear valor para el conjunto con el argumento de “dar empleo”. Esos montos son el “costo argentino” reflejado en la presión tributaria, el costo laboral, la industria del juicio, los aranceles profesionales, los precios de sectores protegidos y tantas otras mochilas que agobian a quienes están expuestos al mercado internacional, “atrasando” su tipo de cambio y demorando la ansiada recuperación. Para aligerar esa carga son indispensables mejoras de productividad que requieren, a su vez, decisiones políticas para limpiar baldosas, suprimir telones y borrar letras chicas. En esa tarea se encuentra Federico Sturzenegger, pero se enfrenta con obstáculos en el Congreso, en los sindicatos, en las provincias y en jueces que lo frenan con amparos como si fuesen legisladores.

Las consignas de odio a los periodistas y desprecio a los “ñoños republicanos” quizás convoquen a los militantes de Milei, pero abren flancos innecesarios en una gesta de transformación titánica que debería ganar adeptos

Durante los cuatro mandatos kirchneristas el gasto público consolidado pasó del 30% a casi el 50% del PBI. Todo eso hay que pagarlo, es costo argentino. La increíble cantidad de 3 millones de empleados públicos provinciales refleja la perversidad del sistema de coparticipación, pues son votos cautivos para gobernadores que no necesitan recaudar en sus patrias chicas para abonarles los sueldos.

En materia jubilatoria la proporción entre aportantes y beneficiarios debería ser de 4 a 1 y no de 1.4 a 1, ecuación insostenible que gravita de forma dramática sobre el gasto público. Todos saben que la solución transita por crear condiciones para incrementar el empleo regular acompañado de una reforma jubilatoria. Pero ello implica enfrentar el poder sindical y el populismo facilista, que también son votos. Ni qué hablar de las obras sociales que aportan a los gremios una facturación semejante a YPF y cuyo destino final jamás es auditado. Sus dirigentes compran inmuebles, hacen refacciones y contratan servicios con empresas amigas, inflando precios para obtener retornos sabiendo que su poder los hace impunes. ¿De dónde sale esa plata? De los aportes compulsivos que encarecen el empleo y que también son costo argentino.

Otro ejemplo al azar: los abogados que defendieron a los imputados en la causa Vialidad reclaman unos 30 millones de dólares de honorarios. En la Argentina parece natural que las profesiones sean retribuidas sobre la base de un porcentual de los valores en juego y no ponderando el trabajo realizado, como ocurre con el resto de los mortales que no están colegiados. Esa deformación medieval también afecta a las ART, desfondadas por pericias médicas fraudulentas retribuidas con escalas porcentuales, y daña otras actividades como los ferrocarriles, expuestas a demandas “armadas” en colusión entre funcionarios y peritos (como el recordado caso del juez Nicosia). Todo ello se sabe y con todo ello se convive. El costo argentino no se toca.

El justificado rechazo a las actitudes de Milei no debe servir para continuar preservando esas distorsiones por acción u omisión, confundiendo la paja con el trigo. Senadores y diputados mantienen diálogos, establecen alianzas, acomodan posiciones, devuelven favores, pactan ausencias y acuerdan votos para temas propios del juego político, pero no muestran igual interés por enderezar las vigas maestras de nuestra estructura institucional. Distraídos con sus esgrimas de salón olvidan la responsabilidad que les cabe para hacer sustentables las reformas pendientes e ineludibles. Es su deber ético para lograr un país con menos beneficiarios de privilegios y más oportunidades para la gente común.

La Argentina no nació ayer. Debe reconstruir su dañada reputación. Con dos hiperinflaciones, nueve defaults y 13 ceros menos al peso, la construcción de confianza es esencial para salir de la crisis. En la coyuntura actual, hay una sola puerta para salir del círculo vicioso. En su dintel dice: seguridad jurídica, moneda estable, equilibrio fiscal, Estado reencauzado, orden colectivo, productividad y honradez en la gestión de lo público.

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