“Soñé que hablaba con Jesús. Me decía que el verdadero regreso al contagio colectivo era a través del compartir, de vivir en comunidad. Ya no alcanza con la política, no es la solución. Nuestro destino es entregarnos en servicio al prójimo”.
El relato, en voz baja, dejaba escapar un susurro: “¿Habré enloquecido?”. Tal vez. O quizás era la certeza de que creer sigue siendo el motor de la esperanza. Y también la confirmación de que la política, tal como la conocemos, ya no alcanza para responder a una necesidad tan vital como el aire: la necesidad de sentido.
Hoy, en un mundo dominado por la inteligencia artificial, la hiperconectividad y las distopías tecnológicas tipo Black Mirror, la pregunta se vuelve inevitable: ¿En qué creemos?
¿En qué se puede confiar cuando, en los márgenes del poder, se discute la colonización de otros planetas mientras más de 1.300 millones de personas viven en pobreza multidimensional?
El Evangelio de Marcos (9:23) recuerda: “Jesús le dijo: ‘Si puedes creer, al que cree todo le es posible’”. Un versículo breve, pero contundente. Lo interesante es quién lo escribe: Juan Marcos, un discípulo de Pedro, no parte del círculo íntimo de Jesús, pero testigo cercano de su legado. Su evangelio, redactado en griego entre los años 50 y 60 d.C., tenía como fin sostener la fe de los primeros cristianos en Roma a través de los milagros del Hijo de Dios.
“El que cree, actúa”, decía también Jesús. De hecho, el papa Francisco ha citado más de una vez el mandato de Marcos: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura”, para subrayar que la fe no es una idea: es movimiento, compromiso, servicio.
Esa raíz del servicio, que es también el fundamento de la política, parece haberse erosionado. La sociedad actual, cada vez más fragmentada, exige a sus representantes algo más que promesas: exige empatía, presencia y sentido.
Jesús no fundó su comunidad desde un púlpito virtual, sino caminando, escuchando, mirando a los ojos. Necesitó de personas reales que creyeran en él. Incluso antes de ellas, existió una madre —María— que lo cuidó, lo sostuvo y creyó en su destino con un amor tan básico y poderoso como el aire.
Hoy, en cambio, las relaciones humanas están mediadas por algoritmos. Nos preguntamos:
¿Cómo promover el vínculo profundo en una sociedad que ha dejado de practicar la cercanía?
¿Qué queda de la fe cuando se mide en likes y se desvanece con un scroll?
La fragilidad emocional que produce esta lógica es alarmante. Un vacío existencial crece cuando el creer depende de algo tan volátil como una red social. El resultado: soledad, desconexión, y una creciente dificultad para volver a casa, a lo esencial.
Henri J. Nouwen, teólogo y escritor, narra en su ensayo sobre La vuelta del hijo pródigo cómo él mismo, siendo hombre de fe, experimentó la ausencia de creer. Descubre, frente a la pintura de Rembrandt, que “sin confianza, no puedo dejar que me encuentren. Creer es la convicción profunda de que puedo volver a casa”.
Y entonces, de nuevo: ¿cómo volver a casa?
La política, en su versión más desgastada, ya no representa. Pero tampoco basta con nuevos discursos. Las sociedades necesitan estructuras emocionales confiables, personas reales que sean guía, faro, refugio. Como el padre que, en la parábola del hijo pródigo, espera con los brazos abiertos.
Ese es tal vez el mayor desafío del liderazgo actual: devolvernos la posibilidad de volver a creer.
Porque como escribió Mariano José de Larra: “El corazón del hombre necesita creer en algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades en qué creer.”
*La autora es Licenciada en Comunicación Social